La propuesta realizada por el presidente Alan García de que contemos con un Ministerio de la Cultura sonaría interesante si no se tratara de una actitud populista que surge en medio del torbellino de ofrecimientos y el acomodo sistemático de ir preparando los trebejos para la contienda electoral que ya se avecina y que puede poner en ventaja al partido de turno.
Hace unos años ya Alejandro Toledo hizo el planteamiento de un Ministerio de la Cultura que sería capaza de ejercer un poder capaz de movilizar grandes cantidades de flujo turístico y que además ponga en valor los lugares y centros arqueológicos más representativos de la cultura peruana.
Por eso es importante que no se vea la creación de un nuevo ministerio como un afán demagógico que busca activar un aparato burocrático que ya ha saturado a nuestro país y que solo genera gastos elevados a un costo que perjudica nuestra economía nacional y que pone siempre como protagonistas y únicos beneficiados a los “compañeros” de partido aprista.
En la actualidad los Institutos Nacionales de Cultura, hoy convertidos en Institutos con sedes regionales, salvo honrosas excepciones, cumplen un papel poco expectante en la organización de eventos, en el cuidado de monumentos y en la protección de centros arqueológicos. Mucho menos en cuanto a organización de certámenes de carácter cultural o de rescate costumbrista, elaboración y/o promoción de las artes.
Solo en Cajamarca la cantidad de restos arqueológicos con los que se cuentan son cuantiosos, los espacios culturales naturales como los bosques de piedra y esos otros que fueron bellamente labrados por las manos hacendosas de nuestros antepasados merecerían un trato especial, sin embargo solo han sido relegados al sótano de los atractivos turísticos, con el pretexto clásico de que no existe presupuesto para su guardianía, mantenimiento y conservación.
Al Perú le sobran artistas y monumentos plagados de historia milenaria, rutas turísticas y la más cuantiosa historia, pero le faltan políticas transparentes que afiancen su identidad, personas competentes que puedan dirigir los Institutos Nacionales de Cultura y sobretodo idoneidad y no argollas, como se ha venido aplicando en los últimos años, hecho que ha destruido la verdadera estructura cultural de la nación.