Hoy que se habla de
fiestas semáforos, quine rifas, ruletas sexuales y que las estadísticas dicen
que la vida sexual en promedio en el Perú se inicia los doce años es inevitable evocar con
nostalgia cualquier tiempo ido.
Cualquier treintañero
que vivió su adolescencia entre los años noventa recordará esa famosa serie francesa de 28 episodios que se emitía los días
domingos por la noche por Global Televisión a las 11:00 de la noche llamada La
Serie Rosa, capítulos de 30 minutos con sensual contenido. Serie de corte
erótico que era súper esperada y que se emitía
luego de que Alberto Beingolea concluía su programa “Goles en acción”.
La serie empezaba
con una música casi sacra y la cámara recorría por una biblioteca antigua
mientras una voz en legítimo español decía: "En el silencio recóndito y mágico
de las bibliotecas, oculto tras encuadernaciones sobrias, preciosas, se
esconden infinidad de tesoros. El más atrayente y embriagador, nos lo confían
los propios escritores. Al margen de sus obras públicamente reconocidas, muchos
autores celebres, bien firmando con su propio nombre o disimulando su talento
bajo pseudonimos, se divierten ideando relatos en los que exaltan los traviesos
y deliciosos juegos del amor y la belleza. La Serie Rosa ha descubierto esas
pequeñas obras, estas exquisitas fantasías para presentarlas ante un público
culto y sensible. Así pues, hojearemos juntos lentamente esas páginas furtivas,
secretas, cuyo perfume, no ha evaporado el paso del tiempo. Para ustedes se abre
La Serie Rosa." Y empezaba la acción.
La serie estaba
ambientada en la edad media y siglos posteriores, historias llenas de picardía
y cargadas de erotismo en donde debutaba la quinceañera Penélope Cruz mostrando
sus senos. Cada historia estaba plagada de erotismo, de faldas largas de damas
con anchos vestidos y de furtivos amantes que conseguían sortear los obstáculos
más inverosímiles. La música era de época y no había ni un atisbo de
pornografía, era una serie digerible para adolescentes de esos tiempos. Una
serie eróticamente sana.
Había que vencer el
cansancio para verla, soportar al tedioso Beingolea con su programa Goles en
Acción –Hoy un atinado congresista, aunque también exburbujito de Yola
Polastri, lo que nada tiene de malo, al contrario- esperar que la madre
o la abuela se duerman para ver cada capítulo sin preocupaciones. Volumen bajo,
siempre alerta, alguien podría despertar, ir al baño, pasar por la sala y ver
las “impúdicas imágenes”. Era imposible no sentirse un pecador, era como leer a
escondidas el Decameron de Boccaccio en un convento.
Hoy que ha pasado
el tiempo y que uno ya no es un colegial –aunque a veces sueño que lo soy, lo
confieso, y estoy con uniforme en una clase de matemáticas, es decir, es más
bien una pesadilla-
Hoy que otros días
han venido a buscarnos y que vemos que esa serie tan nimia era el pétalo de una
rosa comparado con lo que hoy abunda en el You Tube o en cualquier página de
internet y que las fiestas semáforos, las quine rifas y las ruletas sexuales
son un escándalo para todos, es imposible no ponerse triste por aquello que ya
no tenemos. Por el tiempo ido y que irremediablemente no va a volver jamás,
porque ya no esperamos los días domingos para ver esa serie dulcemente
encantadora, sino que los esperamos para ver las malas noticias de los
programas dominicales.
Hoy que ya no están
los amigos del colegio para comentar los lunes en el recreo el capítulo de la
noche anterior, hoy que a veces cuando amanece apenas quedan ganas de vivir,
llega el recuerdo de esa serie dejando un aroma a rosas y a recuerdos que
anidarán siempre en la memoria, en las historias vividas, en los tiempos idos y
más queridos.