Tenía siete años cuando cada tarde atravesaba por la plaza de armas rumbo a mi escuela. Entonces la plaza estaba poblada de pinos y cipreses de enormes formas. Había un escudo del Perú, un huaco gigante, un rostro humano y otras formas que miraban inmutables. Cercos de rosas delimitaban las fronteras entre los jardines y los espacios abiertos. A esa edad las grandes cosas se ven inmensas, eternas, inacabables. Eso fue lo que me pasaba cada tarde cuando al dar las cinco salía de clases y me dirigía a casa.
Había un hombre enorme, siempre tenía las manos atrás, juntas, engrilletadas por una angustia desconocida. Su andar era lento y orondo. Su traje azul era un impecable terno de grandes botones oscuros. Su rostro era sonrosado y tenía esa mirada infinita que pocas veces he visto en la vida. Su simple presencia denotaba respeto. Parecía preocupado. Pero en realidad estaba siempre pensativo, escarbando en los espacios desconocidos del universo. Viendo siempre algo, en donde la mayoría solo veía silencio.
Todas las tardes al dar las cinco, ese extraño ser paseaba por la plaza ensimismado. Un viernes al salir de la escuela, cruzaba el amplio recinto cerca de la pileta. Y las cercas de rosas atrajeron mi atención como nunca antes lo habían hecho. Sus botones abiertos habían descubierto bellas rosas rosadas de exquisito aroma y me lancé sigiloso en pos de algunas de ellas. Cuando uno tiene siete años muchas cosas son simples. Tomar una rosa y llevarla a la madre es algo instintivo. En eso pensé luego del pueril hurto. Pero el señor del traje azul se había percatado de mi rapiña. Me miró severo y se acercó lentamente hacia mí. Yo sabía que algo andaba mal. Nunca antes el señor me había mirado cuando atravesaba la plaza.
Su rostro estaba descompuesto por el disgusto, me resondró por haber tomado las rosas del parque, por mi falta de respeto a la naturaleza, por mi infeliz pillaje. ¿Para qué quieres las rosas? Preguntó el señor inclinándose hacia mí. –La quiero para dársela a mi madre- respondí temeroso y arrepentido. Su rostro entonces cambió de expresión, se tornó en un semblante de paz y quietud. –No está bien tomar las rosas de este parque - asintió, -no lo vuelvas a hacer- Luego se perdió sereno por la plaza. Esa vez lo vi más alto, no solo por su tamaño, sino por que se enojó cuando quebré a una rosa indefensa. Porque sintió que era un acto malvado el quebrar las flores solitarias de los parques. Y por qué me enseñó con un enojo tierno las cosas que estaban mal en este mundo.
Años después, poco antes de que el señor de esa vez, enferme y muera. Descubrí que el señor de aquella tarde que me dio una lección de amor a la naturaleza y a la vida se llamaba Manuel. Que vivía en Cajamarca desde hacía muchos años. Que escribía los versos más hermosos como pocas veces había leído. Que había ganado el premio del Poeta joven del Perú en los sesenta. Que era uno de los poetas más grandes del Perú. Por eso cada domingo por la tarde, cuando iba al cementerio, dejaba una rosa en su tumba, una rosa de agradecimiento al señor del traje azul. A aquel señor que hablaba con las cosas, que imitaba a los pájaros y que reía… sonoramente desde lo más profundo de su alma. Manuel Ibáñez Rossaza. El mismo que decía que cotidiano es el viento y le cantaba a las rosas y amaba a las cucardas. Y protegía silencioso a las rosas de la tarde.