Se acerca el día del niño, el tercer domingo de agosto. Y Cajamarca se ha visto inundada de niños mendigos, niños explotados, niños que trabajan para mantener a un grupo de inescrupulosos adultos que han visto en la compasión humana una manera de subsistir. Solo unos ejemplos de historias reales, que se pueden verificar un día cualquiera:
Se llama Rubén, tiene cinco años. Merodea por las inmediaciones de la cuarta cuadra del Jirón Amalia Puga durante las noches, es un niño tierno de figura frágil. Son las ocho de las noche de un día cualquiera. Hace dos horas que salió a trabajar con su bolsita de caramelos. Se dirige a un restaurante donde venden pollos a la brasa. Se pierde entre las mesas ofreciendo su dulce producto en sus noches amargas. Contempla con hambre los platos servidos que se instalan en las mesas. Una mesera lo descubre, se acerca y lo echa, está prohibida la venta de golosinas en esa estancia.
Rubén sale a la calle se anima a ir por la plaza. Las prostitutas del jirón Apurímac lo miran con ternura, ellas también saben del hambre. A esa hora el frío es un látigo que empieza a golpear. Los ocasionales clientes detienen sus carros furtivamente, miran, fisgonean, preguntan, transan. El ruido de un claxon los delata y siguen avanzando. Después de un rato vuelven a aparecer. Las rollizas mujeres sonríen.
Rubén cruza la plaza, ofrece sus dulces a todos los transeúntes, es difícil resistirse a esa mirada de ángel, un niño de cinco años con la mirada triste convence a cualquiera. Rubén lo sabe y lo sabe la persona que desde lejos lo observa. Lo sabe ese malévolo y miserable explotador que lo ha mandado a trabajar. Ese padrastro ruin, esa madre infame.
Junto a la iglesia una mujer pobremente vestida está sentada en la acera, dos niñas sucias y despeinadas imploran con ella. No hay pena en su rostro, no hay tragedia en sus ojos. Tampoco son sus hijas, son las hijas de una vecina que escenifican de mendigas, fungen de pobres y les sale tan natural. Pequeñas actrices que en trabajan de seis a once. Los turistas son un buen mercado y ellas también lo saben.
A Rubén le enseñaron el arte de mentir sus explotadores. Fingir el llanto sentado en cuclillas, recostado a una pared. Es tan pequeño… Toda la gente que pasa se conmueve, se acercan dos damas y le preguntan - qué pasa – Me han robado mi dinero, lo que he vendido en todo el día- Las mujeres se entristecen sacan unas monedas y se las obsequian. Rubén finge una sonrisa y se marcha. Después de unos minutos vuelve a la escena, el mismo drama. La misma historia. Siempre alguien de buen corazón caerá en la trampa. Desde lejos una sombra alargada se esconde en una esquina. Sacando una mental matemática de la ganancia. Pasa el carro del Serenazgo indiferente, pasa un patrullero y en seguida se ausenta. Rubén a veces de tanto fingir se queda dormido. Dice vivir por Samana Cruz, pero la cruz es el hombre que cada noche lo recoge. Y como Rubén hay cientos en la ciudad, en microbuses, iglesias y a cada paso con una bolsa de caramelos de limón que deben ser las más amargas de las golosinas que uno compra.
Más distantes de esa esquina unos políticos hablan de la niñez y su defensa, del día del niño y de sus promesas. Rubén no pasará un feliz día del niño, tampoco le interesa, porque sabe que la felicidad en su vida es una palabra prohibida como la soledad y las noches que él habita.