La vida pasa como
una cascada de días, uno tras otro se los va llevando el tiempo. Cuando uno es
niño la felicidad es un pan de cada día, un permanente respiro que la vida nos
da de cualquier forma y como sea. Cuando se es niño uno es feliz por cualquier
cosa, por la lluvia o por el sol, por el frío de la tarde o por una cometa que
vuela en lontananza.
Pero el tiempo no
se detiene y los cuentos que nos leen un día dejan de habitar nuestro sueño y
se guardan en una biblioteca para otros que vendrán. La vida nos va varando
como a los restos de un naufragio cada día y a veces suele arrastrarnos a
orillas desconocidas de las que poco sabemos, a islas deshabitadas en las que
nos deja para aprender que la vida no es fácil.
Somos los
responsables de nuestro propio destino, de nuestros actos y afectos, de
nuestros amores y desamores, de aquello tenemos y de lo que hemos perdido.
Somos los únicos responsables y es ruin buscar culpables. Las horas no se
detienen, ni tampoco las estaciones, los días se suceden en una larga secuencia
a la que llamamos tiempo, aquel que nos va arrinconando sin que nos demos
cuenta. Despacio, frágil, mientras amamos, mientras reímos, mientras dormimos,
imperceptible, mientras vivimos y morimos…
Un día nos damos
cuenta que mucha de la gente que conocimos una vez ya no está entre nosotros,
que cada vez la muerte nos toca más cerca y hasta tenemos que cargar en
horizontal a algún amigo al que quisimos. El tiempo para entonces ha hecho
algunas heridas, algunos amores se han ido para siempre y son irrepetibles – en
la vida todo es irrepetible-. Otros afectos nos hieren con distancias y
nos volvemos más sensibles, más frágiles. Las cosas que antes podíamos hacerlas
con facilidad se vuelven difíciles y es cuando empezamos a entender más a
nuestros hijos y a nuestros padres, a los que muchas veces hubimos criticado
con infame injusticia.
El tiempo no
perdona ni olvida, tarde o temprano nos pasa todas las facturas de todo lo
vivido. Somos los caminantes de un mundo al que nunca conoceremos por completo.
Leemos libros a diario para darnos cuenta lo poco que sabemos, amamos para
sentirnos liberados del dolor de la soledad y muchas veces nos hundimos en el
llanto cuando creemos que los caminos de la vida se han acabado.
Toda una vida no
basta para aprender, todo lo vivido siempre es poco. Toda la gente que nos
quiso tarde o temprano se ausenta. La vida es un ciclo cotidiano que felizmente
un día se termina, -que aburrido sería vivir eternamente, que tediosa y que vana la eternidad-.
Nacer y morir es un
proceso del que no nos damos cuenta. Nacemos llorando, vivimos llorando y
probablemente sea igual el final. A veces nos aferramos por costumbre y tomamos
pastillas para el dolor, ese que no se ve pero que se siente tanto, ese que
hiere sin que nadie pueda verlo ni hacer nada.
Un día un hombre de
blanco con aséptica paciencia nos dice
que nuestras condiciones no son las mejores, que más allá de nuestro peso y
nuestra talla hay ciertas cosas que preocupan y que pueden ser riesgosas. Es
cuando nos damos cuenta que eso que podemos llamar nuestra fecha de vencimiento
está muy cerca y que más allá de las pastillas y de las inyecciones cotidianas
la vida solo es un ciclo que tarde o temprano se cierra… y que felizmente, no
es eterna, porque nada dura para siempre, ni la noche, ni el día, ni la más
larga primavera, todo un día se termina.