Era verano cuando
habíamos llegado a aquella ciudad inmensa. Sus calles delineadas perfectamente,
sus amplios y verdes jardines denotaban que era habitada por gente ordenada.
Imposible ver un vehículo quiñado, echando humo negro y ensuciándolo todo, nada
de eso había en esa ciudad, todo era distinto, muy distinto a la ciudad de
Lima, la que habíamos dejado hacía casi seis horas antes de abordar el avión
que nos había llevado hasta la inmensa ciudad de Miami.
Mi hermano y yo
estábamos en esa edad entre la adolescencia y la juventud; mi padre en cambio,
estaba aproximándose a los cincuenta y los tres éramos una especie de
conquistadores en una tierra incógnita y enigmática.
Los primeros días
transcurrieron de aquí para allá, había
que seguir las indicaciones de nuestros guías. Los desayunos eran frívolos sanguches
en el Denny´s, los almuerzos suculentas hamburguesas en Mc Donald´s y las cenas
eran varias piezas de pollo en Kentucky fried chicken, demasiadas para nuestro
hambre.
Después de una
semana la comida empezó a hacerse cada vez más pesada, era muy grasosa y atosigaba, entonces empezaron a volverse en
odiosas cenas aceitosas y grasientas. La segunda y la tercera semana de ingerir
esa comida nos había convertido en seres pesados. Fue entonces cuando nos dimos
cuenta que algo le faltaba a nuestra dieta, fue el momento que descubrimos como
en un acuerdo tácito que necesitábamos una buena sopa, una de aquellas que
tomábamos en nuestra casa.
Ahí empezó nuestra
aventura, preguntábamos en cada restaurante o autoservicio al que íbamos por
una sopa y no sé si era porque nuestro ingles era muy malo o porque simplemente
no nos entendían que las camareras – esas que salen en las película americanas,
con grandes pechos, falda corta y mandil – nos miraban con cierta
compasión y luego volvían con una grasosa hamburguesa hasta nuestra mesa.
Llegamos a pedir
una sopa por señas, nuestra mano alzaba una inexistente cuchara hasta nuestros
labios mientras hacíamos la onomatopeya de sorber una sopa… pero nada funcionaba,
era por demás. Miami y Orlando eran ciudades muy complicadas para encontrar una
sopa.
Un hombre moreno y
peruano, quien manejaba un bus y a quien conocimos un día – le dimos un abrazo largo como
si fuera casi un hermano, cuando uno está lejos cualquier persona que nos hablé
de nuestra patria es un hermano- nos dijo que había un restaurante de
comida mexicana en el que se vendían excelentes sopas y mucho arroz, pero con
el tiempo tan corto era imposible buscar una aguja en un pajar y Miami lo era.
Y seguíamos en
nuestro intento vano a cada lugar que íbamos. Éramos tres aventureros en busca
de una sopa.
Cierto día cuando
casi ya habíamos claudicado en nuestro intento, ingresamos a un restaurante por
una hamburguesa, de pronto vimos que en la mesa contigua dos mujeres tomaban
una exquisita sopa. Nos miramos felices – con esa misma felicidad que debió mirar
Colón a los hermanos Pinzón cuando descubrió América - Me acerqué con
sigilo, como un felino que se acerca a su presa tratando de no ser visto para
no espantarla Good morning, speak spanish? Pregunté con cierto temor ¡Hombre…
somos españolas! Me respondió la más efusiva con su acento cantarín. ¿Cómo
se llama lo que están comiendo? Pregunté pensando que quizás no pudimos
encontrarla porque tenía otro nombre,
una denominación distinta, casi una clave. La española me miro y antes de
explotar en una carcajada me dijo ¡Pues sopa! Pocas veces me sentí tan
humillado.
Me acerqué hasta
una de las meseras y pedí tres sopas. Aquella vez nos dimos cuenta de nuestras
raíces milenarias, de que éramos soperos por excelencia, que era casi un rito,
y sentados en silencio, ese medio día, mi padre, mi hermano y yo, fuimos los
tres tristes tigres más felices del mundo, comiendo la sopa de menestrón más
sabrosa de nuestra vida. Quizás porque después de eso la vida iba a separarnos
definitivamente, quizás porque nunca volveríamos a esa aventura, quizás porque,
aunque pareciera increíble aquella sopa nos unió como nunca lo había hecho el destino.