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lunes, setiembre 17, 2012

La sopa



Era verano cuando habíamos llegado a aquella ciudad inmensa. Sus calles delineadas perfectamente, sus amplios y verdes jardines denotaban que era habitada por gente ordenada. Imposible ver un vehículo quiñado, echando humo negro y ensuciándolo todo, nada de eso había en esa ciudad, todo era distinto, muy distinto a la ciudad de Lima, la que habíamos dejado hacía casi seis horas antes de abordar el avión que nos había llevado hasta la inmensa ciudad de Miami.

Mi hermano y yo estábamos en esa edad entre la adolescencia y la juventud; mi padre en cambio, estaba aproximándose a los cincuenta y los tres éramos una especie de conquistadores en una tierra incógnita y enigmática.

Los primeros días transcurrieron  de aquí para allá, había que seguir las indicaciones de nuestros guías. Los desayunos eran frívolos sanguches en el Denny´s, los almuerzos suculentas hamburguesas en Mc Donald´s y las cenas eran varias piezas de pollo en Kentucky fried chicken, demasiadas para nuestro hambre.

Después de una semana la comida empezó a hacerse cada vez más pesada, era muy grasosa y  atosigaba, entonces empezaron a volverse en odiosas cenas aceitosas y grasientas. La segunda y la tercera semana de ingerir esa comida nos había convertido en seres pesados. Fue entonces cuando nos dimos cuenta que algo le faltaba a nuestra dieta, fue el momento que descubrimos como en un acuerdo tácito que necesitábamos una buena sopa, una de aquellas que tomábamos en nuestra casa.

Ahí empezó nuestra aventura, preguntábamos en cada restaurante o autoservicio al que íbamos por una sopa y no sé si era porque nuestro ingles era muy malo o porque simplemente no nos entendían que las camareras – esas que salen en las película americanas, con grandes pechos, falda corta y mandil – nos miraban con cierta compasión y luego volvían con una grasosa hamburguesa hasta nuestra mesa.

Llegamos a pedir una sopa por señas, nuestra mano alzaba una inexistente cuchara hasta nuestros labios mientras hacíamos la onomatopeya de sorber una sopa… pero nada funcionaba, era por demás. Miami y Orlando eran ciudades muy complicadas para encontrar una sopa.

Un hombre moreno y peruano, quien manejaba un bus y a quien conocimos un día – le dimos un abrazo largo como si fuera casi un hermano, cuando uno está lejos cualquier persona que nos hablé de nuestra patria es un hermano- nos dijo que había un restaurante de comida mexicana en el que se vendían excelentes sopas y mucho arroz, pero con el tiempo tan corto era imposible buscar una aguja en un  pajar y Miami lo era.

Y seguíamos en nuestro intento vano a cada lugar que íbamos. Éramos tres aventureros en busca de una sopa.

Cierto día cuando casi ya habíamos claudicado en nuestro intento, ingresamos a un restaurante por una hamburguesa, de pronto vimos que en la mesa contigua dos mujeres tomaban una exquisita sopa. Nos miramos felices – con esa misma felicidad que debió mirar Colón a los hermanos Pinzón cuando descubrió América - Me acerqué con sigilo, como un felino que se acerca a su presa tratando de no ser visto para no espantarla Good morning, speak spanish? Pregunté con cierto temor ¡Hombre… somos españolas! Me respondió la más efusiva con su acento cantarín. ¿Cómo se llama lo que están comiendo? Pregunté pensando que quizás no pudimos encontrarla  porque tenía otro nombre, una denominación distinta, casi una clave. La española me miro y antes de explotar en una carcajada me dijo ¡Pues sopa! Pocas veces me sentí tan humillado.

Me acerqué hasta una de las meseras y pedí tres sopas. Aquella vez nos dimos cuenta de nuestras raíces milenarias, de que éramos soperos por excelencia, que era casi un rito, y sentados en silencio, ese medio día, mi padre, mi hermano y yo, fuimos los tres tristes tigres más felices del mundo, comiendo la sopa de menestrón más sabrosa de nuestra vida. Quizás porque después de eso la vida iba a separarnos definitivamente, quizás porque nunca volveríamos a esa aventura, quizás porque, aunque pareciera increíble aquella sopa nos unió como nunca lo había hecho el destino.

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