Habíamos
cruzado la Avenida Collins. Miami es una ciudad fría por la mirada de su gente,
por sus calles amplias que no te acercan a nadie y porque el suelo entero está
cubierto de concreto, exceptuando algunos jardines breves y sus blancas playas
llenas de mujeres haciendo toples y sus piernas largas cruzando la costa de
lado a lado.
Mi
padre tenía más de cuarenta años, mi hermano 16 y yo 17. Caminábamos por
la playa blanca del hotel. El Océano Atlántico mojaba nuestros pies desnudos
mientras las rubias hermosas cruzaban por nuestro lado y nosotros teníamos las
ansias infinitas de admirar sus pechos desnudos.
No
había nada de malo en ello, pero era imposible con un padre severo caminando al
centro de los dos hijos. Un padre que actuaba como un general retirado con un
carácter demasiado parco. Disimulábamos y mirábamos de reojo hasta hacernos
doler los ojos, hasta quedarnos viscos y con los ojos muy torcidos, sin girar
la cabeza. Era una labor difícil la de hurgar discretamente con un padre tan
derecho.
Ellas,
las mujeres bellas y casi desnudas caminaban por nuestro lado con sus pechos
movedizos. Con sus senos grandes moviéndose de arriba hacia abajo. Sacudiéndose
como la lengua de un animal cansado. Era una novedad para nosotros, acostumbrados
a las playas peruanas saturadas de mujeres más rollizas y con cuerpos menos
delineados, más bien ensombrecidos y empequeñecidos.
Nuestros
pies se hundían en la arena húmeda. Nuestras ansias. Jack –mi
hermano – No soportó más y anunció su cansancio y sus ganas
de sentarse en la arena para mirar el mar, según él, la profundidad del
horizonte y disfrutar de la brisa marina.
Y se sentó mientras mi padre y yo caminábamos como bobos por la playa.
Sabíamos que se trataba de una treta del hijo menor, de un ardid muy bien
elaborado para disfrutar a sus anchas de esa vista privilegiada que ofrecía la
playa de la zona hotelera de Miami con las rubias exhuberantes.
Mi
hermano sentado -más que el mar y las gaviotas- miraba los senos bamboleantes
de las rubias estupendas con sus tangas de colores, sin hacerse problemas, sin
más que el meneo de sus pechos florecientes besados por la brisa del atlántico.
Mi
padre y yo caminamos varios kilómetros hasta convertirnos en diminutos puntos
en la distancia, llegamos hasta cierto paraje y decidimos retornar. Estábamos
mudos, en el fondo sentíamos una gran
amargura, por no haber sido sinceros con nosotros mismos y no llegar a un
acuerdo salomónico.
Cuando
regresamos de caminar, encontramos a mi hermano sentado en el mismo punto donde
lo dejamos, con una mirada robusta y feliz y con las pupilas embriagadas y
dilatadas, había pasado una mañana muy feliz y su alegría lo delataba.
Nosotros
nos perdimos esa oportunidad por temor a decir la verdad. Ese temor que se
disipa con los años, cuando por fin entendemos que cada momento es irrepetible
y que no vuelve nunca más, ni para decir un te quiero, pedir perdón o
simplemente decir la verdad, como aquella que no dijimos ese día cuando nos
acariciaba la brisa del mar.