Este cielo azul hoy menos azul que antes, es casi celeste. He retornado una vez más a casa con las ganas de dormir. A veces la vida se convierte en una herida que nunca cierra, que se abre a cada instante y la piel que la cubre es un tejido de dolor perpetuo. La vida a veces no resulta, entonces empezamos a buscar en los estantes de nuestra soledad esos recuerdos que guardamos inútilmente, casi siempre vanamente.
Junto a los libros de García Lorca y Neruda tengo un robot verde y rojo a pilas. Es un recuerdo de los días felices cuando jugaba con mi hijo Jaime Javier en su niñez, un robot al que los días le llegan como olas distantes de abandono. Mirarlo me produce mucha pena a veces, otras en cambio, me llena de felicidad y me evoca los juegos y su emoción derramándose por la casa del pasaje San Agustín, esa casa que hoy también habita mi recuerdo.
No sé cuantos años dejé de habitar esa casa, creo que cinco, no lo sé. Pero el día que la dejé prometí no volver a ella nunca más y hasta ahora he cumplido. La casa del pasaje San Agustín fue mía por más de quince años, en ella viví, sufrí, lloré, pero también fui feliz.
Las casas son como las personas, debemos retirarnos de ellas en el momento apropiado y para siempre. Yo sabía que al apartarme de ella nunca más retornaría, como sucede con esos afectos infieles a los que uno solo vuelve con el recuerdo y con el rumor de un tiempo ido, a veces en la inconsciencia del sueño.
Los seres humanos siempre guardamos recuerdos, siempre vivimos atados a un ayer que no nos deja y que nos atrapa, que nos llama cada vez que lo miramos. Las casas son la tumba de nuestros días, tristes o felices, todos quedan sepultados al final entre tiempos transcurridos.
El robot de Jaimito me mira con sus ojos brillosos, a veces presiono el botón de su espalda y lo echo a andar. Entonces un ruido de motor se escucha y él mueve los brazos y empieza a caminar. Junto al robot hay un tren, o lo que queda de un tren, trozos de su estructura, un tren que es el recuerdo de cuando mi hijo era un niño de dos años correteando por la casa inundando mi alma de felicidad.
Los objetos de otro tiempo siempre nos evocan algo. Siempre son una razón. Lo curioso es que nosotros envejecemos y ellos no tanto, siempre están quietos, observándonos desde donde las hemos dejado, llenándose de polvo y de días, de tiempo y tristeza.
El robot de Jaimito tiene once años. Tiempo que tiene mi pena, su ausencia y mis ansias de encontrarlo un día, para contarle que guardé su robot como se guarda un trozo de la historia, como se guarda un huaco, una vasija milenaria o un barco de papel que nos transporta hasta algún instante, como el pétalo de una flor que nos trae desde lo más distante una vieja historia de amor.
Debe ser que los días no pasan en vano y con el tiempo vamos envejeciendo, haciéndonos más sensibles y más débiles, cada vez más vulnerables. La soledad nos llega y ya no podemos sacudirnos de ella, las ausencias duelen más, el alma se quiebra más fácilmente. No sé cuándo volveremos a vernos, no sé siquiera si volveremos a vernos algún día; hay días en que la esperanza no es una palabra que alivie nada, hay días en que en que el alma duele tanto que seguir viviendo resulta una molestia.
Hoy tu recuerdo ha vuelto como cada noche que desde el estante lleno de libros tu viejo juguete me mira como implorando también volver a verte. Yo también quisiera ser como él y quedarme sobre el estante, junto a los libros y no volver a cruzar las calles buscando en el rostro de los niños tus ojos juguetones, esos con los que mirabas a las estrellas, esas que hoy te ven aunque a mí ya no me buscan, esas que se cayeron en medio de una lluvia cuando te alejaron una noche de noviembre.