Debe hacer más de treinta años cuando mi abuela materna solía hacer jamón en Hualgayoc, piernas de cerdo embadurnadas con menjunjes exquisitos que después de un procedimiento azaroso y largo se colgaban a secar con el humo de la leña tierna. No había mejor comida en el universo que ello.
Esas tardes eran eternas, no se sí era el zaguán con su olor a humo, si era el patio empedrado de la casa de la abuela o el olor de los saúcos que emanaban su frescura desde un espacio infinito. Mis dos abuelas fueron cocineras excelentes, imposible olvidar el aroma de las sopas que preparaba mi abuela paterna en Lima, el olor exquisito de las verduras semi cocidas y la fragancia de una cocina que exhalaba desde su alma.
Muchos piensan equivocadamente que la cocina es cosa de mujeres, que las cocinas son espacios vedados para los hombres y no saben que en ellas se siembra el fruto diario de la vida.
La cocina y el arte son como un todo reunido, cocinar implica hacer las cosas con amor, ir probando a sorbos el fruto de lo que vamos haciendo, ir despacio degustando las medidas justas de las especies vertidas, del agua y los sabores que se pueden añadir con tiempos y volúmenes. Cocinar es una forma magnífica de hacer poesía y por lo tanto de ser feliz.
Por eso debe ser que cada vez más hombres incursionan en el mundo de la gastronomía, se convierten en los brujos que preparan fórmulas deliciosas que seducen los paladares del mundo. Los reyes lo sabían, siempre oímos hablar de los cocineros del rey, pocas veces de las cocineras.
Hoy he querido recordar a esas dos cocineras formidables de mi vida, aquellas que muchas veces salaron la sopa con su pena y su tristeza, las que no contentas con un platillo encantador sacaban como de una chistera mil potajes inacabables y deliciosos.
Mi madre es una mujer que cocina entre el murmullo de otros tiempos pero que no ha perdido la esencia de esos días y que en el horno de su corazón cuece a diario mil sorpresas que con suerte he logrado aprender en algo. Por eso siempre que puedo me escabullo por esos rincones de la cocina a preparar platillos como poesía; los primeros alimentan al cuerpo, los segundos llenan el alma de vida.
Las cocinas son los laboratorios del alma en donde no solo se mezclan granos y medidas, esencias y sabores, frutos de amor y verduras frescas; las cocinas son los espacios donde el alma de una casa habita. Eso lo aprendí cuando mis abuelas, hoy ausentes cada una a su manera, me explicaban que la vida como las comidas está llena de sabores distintos; que hay caminos dulces y otros amargos, que la sal de la vida no siempre es salada. Que aun comiendo sal si es con amor se puede sentir el dulce y que aún con un asado exquisito se puede quedar insatisfecho.
La vida y la cocina son como la poesía, la vida misma a veces se nos quema en la puerta del horno, otras en cambio con un poco de miga y azúcar se puede hacer un manjar y ser feliz con poca cosa.
No sé si habré aprendido a cocinar muy bien, pero sé que la vida es una cocina inmensa y de nosotros depende lo salado o lo dulce de cada día que vivimos en ella, de cada tarde que se apaga y de cada noche que se va como los consejos de mis abuelas, esos que hoy he recordado para ponerme menos triste y ser, aunque sea un poco, más feliz esta tarde sin ti, sin sabores y sin cocina.