Una gran
cantidad de policías llegaron a Cajamarca en medio de un conflicto. Fuerzas del
orden –algunos dicen que del desorden- de todas partes del Perú
arribaron en caravanas a una ciudad que no entendía bien qué pasaba al ver a
tantos militares juntos. Militares y gendarmes se distribuyeron, según las
necesidades, por distintas ciudades de la región.
Ese grupo
de peruanos se afincó en donde pudo, algunos en escuelas, otros en coliseos,
comisarías, hoteles; llegaron a cumplir una misión, como tanta otra gente que
llegó de otros lugares a cumplir su propia misión. A veces se encontraban
frente a frente y se miraban largamente como odiándose, desconfiados. Al final,
humanos como cualquiera y además forasteros en tierra ajena, todos se encontraron.
Todos peruanos. A veces se reunían para ver perder a la selección de Perú y
todos gritaban los pocos goles – la mayoría de veces autogoles –
que Perú anotaba en arcos contrarios; y sufrían con las tantas veces que la red
del arco peruano se agitaba por los goles que le metían. Y se entristecían
cuando la selección peruana perdía –que era casi siempre-, todos
sufrían por igual porque sus almas era una camiseta bicolor en esas circunstancias.
Esa gran
cantidad de policías y militares tuvieron que quedarse muchos días en distintas
bases, y empezaron a sociabilizar, a buscar entre la gente un espacio, a
degustar comidas nuevas y ver paisajes nuevos, horizontes distintos, fascinados
o entristecidos. El hombre es un animal de costumbres y uno se acostumbra a
todo, ellos también acabaron acostumbrándose – Como sucedió hace más de un
siglo cuando los chilenos nos invadieron en medio de una guerra y después que
esta pasó, algunos de ellos ya no quisieron volver a su país y se quedaron en
nuestra patria y tuvieron familia, hicieron una vida y se enterraron aquí-
La gente de
los pueblos por su parte, empezó a acostumbrarse a ver a los policías y
soldados con sus verduscos trajes y su hablar procaz, a mirarlos sin sentir
fastidio, a darse cuenta que eran tan humanos como cualquiera o que por las
noches miraban las estrellas pensando en la distancia que los separaba de los suyos
y que cada vez que podían buscaban una cabina telefónica o de Internet para
contarle a su familia en dónde estaban y cómo era la gente de esos lugares.
Los
domingos, que son los días cuando se aflojan las cadenas, los soldados salía a
las plazas y entraban a escudriñar las tiendas. Humanos al fin, muchos de ellos
se enamoraron; algunos de las muchachas bellas de un pueblo de la sierra
norteña, esa belleza fascinante de la que tantas veces les habían hablado y que
hoy la tenían frente a ellos. Otros en cambio se enamoraron de la colega a
quien conocieron en esa ciudad y que la casualidad había hecho que las miradas
de ambos se encuentren en esta parte del mundo, en esos días… Uno nunca sabe en
qué recodo de la vida encuentra el amor, así como uno nunca sabe en qué
momento la vida se termina.
Lo cierto
es que muchos de ellos se empezaron a acostumbrar, se hicieron parte de la
gente y de los pueblos a los que llegaron; hicieron amigos y tuvieron novias,
quizás de aquí a un tiempo se descubran esas historias, quizás a alguien se le
ocurra poner al fruto de ese amor causado por una huelga el nombre de “Gregorio”,
“Wilfredo”, “Marco” tal vez hasta “Ollanta”, uno nunca sabe y los seres humanos
somos tan complejos…
Quién sabe
si de aquí a unos años un padre le explique a su hija que conoció a su madre en
Cajamarca, cuando lo enviaron a un pueblo por algunos disturbios y una huelga,
quizás la muchacha ya con algunos años recién comprenda por qué le pusieron ese
nombre tan difícil, y entonces entenderá por qué todas sus amigas tienen
nombres diferentes como Katherine o Melisa, Diana o Marcela mientras ella se
llama “Conga” siendo la hija consentida de un viejo militar que estuvo hace
unos años – la edad que ahora ella tiene- En Cajamarca o Celendín. Quizás
entonces recuerde cuando a través de los ojos de su madre veía un pueblo con
casitas de adobe y recuerde el olor de un tiempo ido que se agita como el
viento.