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lunes, febrero 13, 2012

Tocadiscos de madera


Los tiempos de ahora no son los mismos de ayer. Un vendaval de días modificó el rostro de nuestras vidas y hasta nuestros mismos rostros cambiaron con el paso de los años. Un día amanecemos y descubrimos que en nuestra alma habita la tristeza, así como quien descubre una arruga en nuestro rostro una mañana frente al espejo.

Mi padre tenía en la casa, a comienzos de mi niñez, un tocadiscos de madera, holandés, marca Philips, uno de aquellos que tenían propaganda en Selecciones del Reader´s Digest. Un equipo que simulaba ser una gruesa maleta y que al abrirlo mostraba sus tornamesa, dos parlantes una radio y una grabadora de casetes; era lo más avanzado de la tecnología en ese tiempo.

La música que mi padre solía escuchar era un fondo de nuestras vidas y nuestros días, Franck Pourcel, Frank Sinatra, Tom Jones, Hal Hirt, ediciones completas del Gipsy del 1 al 4, Julio Iglesias, Nino Bravo, Ray Charles… Era fácil extraviarse entre el tiempo para quebrar el silencio con esas melodías en nuestra casa prefabricada a 4 mil metros de altura frente a un socavón que se devoraba a mi padre por horas.

El tocadiscos de madera se hizo una pieza entrañable de esa nuestra soledad, junto a los veinte tomos del Tesoro de la Juventud que mi madre entonces me leía, porque yo a mis cuatro años era aun analfabeto, el tocadiscos era un emblema de familia, los discos de vinilo giraban incansables sobre el tornamesa mientras la aguja pasaba sobre los surcos de los long plays y los parlantes vibraban con esas eternas melodías. Escuchar la música en él tenía su encanto. A veces los surcos se llenaban de polvo y el sonido armonioso se quebraba por un ruido que anunciaba el problema… Scratch se oía como de la música. Si no se era cuidadoso con los discos se rayaban y la aguja no podía pasar el surco y la frase se repetía inacabable, entonces la aguja tenía que recibir un empujoncito para solucionar el problema. Dejar un disco de vinil bajo el sol era un descuido irreparable, el calor lo arrugaba como si fuera una gorguera.

Los años pasaron y el tiempo fue mostrando nuevos equipos capaces de hacer mil cosas a la vez y con tecnologías distintas, el tiempo se encargo de pasar al retiro a nuestro amado equipo Phillips el que quedó guardado entre esos objetos que alguna vez fueron muy útiles pero que dejaron de serlo. Un día también nuestra casa prefabricada y de madera se quedó en la soledad de esas alturas insondables, junto a una catarata y a los socavones, junto a los rieles y los carritos que eran empujados por hombres de miradas milenarias. La vida también nos alejó mutuamente y mi padre y yo dejamos de ser como la cometa y el niño, el hilo se rompió y acabamos en tiempos y lugares diferentes. Ausentes.

Un día llegó mi padre con el viejo tocadiscos Philips hasta mi morada de entonces, tenía con él sus discos de vinil; me lo entregó como se entrega una cosa muy querida. Desde entonces de cuando en cuando escucho mis discos de siempre, las eternas melodías que viven impresas en sus líneas y evoco otros tiempos idos, aquellos de la casita de madera frente a la cascada, cuando mi padre retornaba cansado de los socavones y encendía el tocadiscos para escuchar una canción.

Hoy las canciones ya no suenan igual, debe ser porque los seres humanos cuando crecemos perdemos los sentidos que tenemos ávidos en la niñez. Aún a veces miro esos días cerrando los ojos y veo la casa, los libros y a mi padre siendo feliz oyendo una canción mientras los parlantes del tocadiscos hablan de amor.

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