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viernes, febrero 03, 2012

Fantasmas de medianoche



La casa en la que habito – prefiero decir en la que habito a decir en la que vivo, porque no vivimos en una casa, morimos diariamente en una casa, envejecemos cada día un poco, cada día somos más viejos y es preferible decir habito – es una casona antigua, le perteneció al obispo Francisco de Paula Grosso, dicen que fue un obispo bueno, un hombre que tuvo todo en vida y por eso se hizo una casa de miles y miles de metros cuadrados, una casa de infinitos balcones y ventanas decoradas, de extensos patios y huertas frondosas, con un ático inmenso y misterioso que parece devorarse no solo el tiempo sino también las historias de otros tiempos.

La casa es antigua pero ha sido reformulada con nuevos pisos y algunas paredes, con elementos arquitectónicos modernistas. En ella tengo una habitación que es amplia, enorme para mí y mi soledad; su altura sobrepasa los tres metros, el piso es de madera y tiene un balcón bello hacia la calle, un balcón decorado y lleno de historia. Las paredes son gruesas y alcanzan los 80 centímetros de ancho, en el techo hay vigas que sostienen un ático misterioso al que no he penetrado pero lo haré algún día para develar ese misterio. Mi habitación tiene dos puertas que son amplias una tiene dos hojas y es muy antigua.

No tendría nada de extraño si no fuera porque el Obispo antes de morir destinó la propiedad a una hermandad de monjas para hacer en ella un asilo de ancianos. Entonces la casa inmensa fue habitada por monjas y ancianos, por seres dedicados al rezo y a contar sus últimos días en soledad hacia la muerte.

El espacio que hoy habito, en el que duermo y sueño, en el que escribo y pienso, fue habitado antes por una monja de agrio carácter que tenía como compañera a su soledad. Parece que su esencia se quedó en las paredes, su alma se impregnó en el piso enmaderado y en las puertas y hoy son habitantes silenciosos y me hacen compañía.

Se pasean por el cuarto cuando las luces se apagan, se escuchan sus pisadas, sus jugueteos con los libros, el crujir del colchón cuando se sientan a los pies de mi cama y los libros se caen inexplicablemente de los estantes de la biblioteca sin ningún motivo. Varias noches he visto a una mujer sentada en la orilla de mi cama dándome la espalda, su cabello ensortijado y corto. Con una chompa granate miraba pensativa a mis estantes llenos de libros.

Hay otros que son más bien pequeños y que bajan por una puerta inexistente en el centro del techo, ella se abre cuando llega la medianoche y estoy dormido y saltan en bandada por la mi habitáculo mientras se oyen gritos y lamentos inexplicablemente.

Cuando llega la madrugada y los primeros cantos de las aves anuncian que la luz del día está llegando al mundo, yo por fin puedo correr el velo de las sábanas que me cubren y sentirme bien. Confiado de que se han ido a ese mundo  al que pertenecen, desde donde me observan diariamente sin que yo me dé cuenta. Un mundo cuyo umbral atraviesan cada medianoche para abandonarlo en la mañana.

La casa está cargada de historias, de momentos tristes y felices que ha vivido tanta gente que hoy ya no está y que ahora pertenecen a ese mundo solemne, imperturbable del más allá. Un mundo al que todos pasaremos a habitar un día cuando dejemos la vida material; cuando  otros que hoy no conocemos ocupen el espacio que dejamos y se pregunten lo que hoy nos preguntamos sin tener respuestas. Para entonces quizás también perturbemos sus sueños, sentados al filo de su cama y mirando sus estantes llenos de libros, antes de retornar al mundo al que entonces perteneceremos, el del más allá.

Balcon Interior

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