A ti, autor de mis días en el mundo, como cada 6 de octubre.
Eran dos seres muy distintos, dos animales de mundos distintos. Uno era un ave, frágil, de vuelo sosegado y alto, de plumas tibias y compleja estructura. El otro en cambio era un sapo, un animal anfibio al que le importaba el agua más que a todo en el mundo. Caminaba dejando huellas de humedad y su canto bajo la lluvia era una canción feliz.
Eran dos individuos diferentes, el ave comía poco, le gustaba comer lo necesario, era un ave de plumaje impreciso, volar de aquí para allá era su destino, un día aquí, un día allá; siempre en espera del amanecer para volar.
El sapo en cambio, sabía perfectamente lo que quería, engullía cuanto insecto encontraba en su camino, se había establecido en un pozo y se soleaba sentado en una gran piedra largamente. Su vida estaba atada a esa piedra húmeda de la entrada del aquel hoyo. Y con el tiempo y su esfuerzo compró los otros pozos vecinos, era un sapo hábil y afortunado.
El sapo era sedentario, estable, permanente; el pájaro en cambio era nómada, errante, vagabundo. Los dos se sabían diferentes, se miraban distantes sin sentir envidia, el sapo feliz con sus pozos, el ave feliz con el cielo, aunque no le pertenecía lo sentía suyo.
Cuando la lluvia caía y arreciaba, el anfibio croaba de felicidad y se cobijaba en su pozo; el ave en cambio temía mojarse las alas y buscaba protegerse en cualquier lugar. Cuando el viento soplaba fuerte el sapo se aferraba temeroso de las piedras cercanas al pozo; el pájaro al contrario era feliz y se dejaba llevar por la corriente.
Los dos eran muy distintos, pero vivían en el mismo mundo, uno en el agua, otro en el aire, tan distintos y eran hermanos. El sapo hábil casando moscas, anunciaba las lluvias y se sumergía en el agua con asombrosa facilidad. El pájaro era un volador formidable, veía el mundo desde donde pocos podían verlo, desde lo más alto, veía paisajes que los ojos del sapo no alcanzaban a ver, eso le daba un horizonte amplio, era un pájaro enamorado.
En el país de los anfibios el sapo era admirado, era querido y estimado, su paciencia esperando en la oscuridad de la poza para que las moscas sean atrapadas por su lengua viscosa era siempre pregonada. Nadie más que él para dar saltos largos y para nadar en cualquier charco, habilidades que el ave no tenía y que nunca las tendría.
Cierta vez el ave intentó imitar al sapo y se lanzó a un pozo profundo para nadar como lo hacia el verdusco animal pero sus plumas se mojaron, su cuerpo se entumeció y fue varado como un frágil papel por las olas que el viento hacía y se salvó de morir de milagro.
El ave era apreciada por otras habilidades, su canto era mágico, era poesía en la mañana. Su grácil manera de volar no podía ser imitada por ningún cuadrúpedo, ni siquiera los insectos podían imitar su vuelo y las piruetas que hacía con sus plumas siempre sorprendían.
Al comienzo el sapo y el pájaro no se llevaban muy bien, creían que sus diferencias eran insalvables, pero cierto día encontraron la forma de ayudarse mutuamente y desde entonces el ave tomaba al sapo del lomo y lo llevaba largas distancias usando sus alas, por su parte el sapo capturaba insectos que eran un deliciosos banquete para el ave.
El sapo anunciaba las lluvias y así el pájaro cuidaba su plumaje. El pájaro desde lo alto le anunciaba los peligros cercanos al sapo y se hizo una feliz armonía.
Desde entonces el sapo y el pájaro viven en un mismo lugar, una casa vieja con un patio descolorido en donde hay una fuente y desde donde se escucha cada día muy temprano desde el tejado el trino del ave que ha empezado a envejecer de tantas veces que las alas le fallaron. Y también se oye el croar feliz, desde la fuente, de un sapo cada vez más gordo por la vida sedentaria.
Y mientras tanto van pasando los días y mientras tanto va pasando la vida, la vida, la vida.