El único sobreviviente de un naufragio encontró refugio en una isla desierta, una isla agreste y de inmensa soledad. Al comienzo maldijo su suerte y lloró amargamente, se lanzó sobre la arena de la orilla, blasfemó su infortunio y hasta pensó en dejarse morir, pero la noche llegó y con ella el frío, entonces comprendió que debía seguir viviendo.
Con los días, el hombre se convirtió en el habitante solitario de ese espacio y aprendió a pescar y sufrió mucho antes de hacer el primer fuego que le cociera la carne de pescado que el mar le proveía, al comienzo sus manos se hicieron ampollas y su piel se desprendía como sus sueños, luego unas heridas brotaron en ellas y se le hacía cada vez más difícil girar un madero sobre otro con un hoyo para lograr el fuego, pero él siguió luchando hasta que un día lo logró y consiguió el ansiado fuego, aquella tarde danzó feliz hasta el amanecer junto a las palmeras de su profunda soledad.
Aprendió a recoger el agua de las plantas, de las hojas, de los tallos. Sabía que cada gota era valiosa y la cuidaba, sabía que las pocas lluvias que en esa isla había, eran un regalo de vida que Dios le daba. Y aprendió a amar la lluvia y a añorarla, porque ella calmaba su sed, aprendió a cuidar su propio llanto, sabía que sus lágrimas eran valiosas y necesarias.
La soledad le enseñó a valorar las piedras redondas y los caracoles marinos, hizo una cabaña con las hojas de una palmera y los troncos de árboles silvestres. A veces cuando la soledad lo abatía solía llorar mirando al cielo como buscando una respuesta en el cielo. Por cada día que habitaba esa isla desierta de seres humanos, marcaba una raya en el tronco de un grueso cocotero, más de 9 años transcurrieron hasta que un día mientras se internó en la playa con su rústica lanza, el fuego que permanecía vivo siempre fue avivado por el viento e incendió la cabaña de su naufragio.
Al regresar encontró su humilde casa convertida en cenizas, todo lo que en ella había desapareció entre los escombros, los rústicos platos y sus cucharas, sus utensilios más amados, las tallas salvajes que le evocaban su ciudad tan lejana, las armas de madera que le servían para cazar y pescar y todo cuanto había construido en su estancia en esa isla había desaparecido para siempre.
El hombre lloró amargamente y maldijo a Dios por hacerle eso ¡Cómo pudiste hacerme esto! Gritaba furioso levantando los puños al cielo, se tiraba de los cabellos y lloraba como un hombre, que es peor que llorar como un niño, por que un niño casi siempre puede levantarse, un hombre en cambio, pocas veces lo consigue.
Angustiado y desesperado se desplomó sobre la arena, y aún tendido en ella, lloró desconsolado hasta quedarse dormido. Luego de unas horas despertó al oír un enorme ruido, al sentarse sobre la arena y mirar en el horizonte vio un gran barco desde el cual se acercaba un bote con varios marineros. Los marineros llegaron hasta él y lo rescataron.
El hombre no podía creer lo que le sucedía y preguntó ¿cómo llegaron hasta aquí? Los marineros le respondieron - vimos el humo del fuego que hiciste, desde varios kilómetros de esta isla - Entonces el naufrago entendió que gracias a que su cabaña se incendió los marineros lo habían rescatado. Se arrodilló en la arena, alzó los brazos y pidió perdón a Dios y agradeció al viento.
Cuando algo malo nos sucede, solemos llorar y renegar, blasfemar y preguntamos iracundos ¿Por qué a mí? ¿Por qué te ensañas Dios mío así conmigo? Sin saber que las cosas que en la vida nos suceden siempre tienen un por qué, una razón, que los hilos mágicos e invisibles de una mano que guía está presente en las peores tragedias que nos suceden.
Las cosas que creemos malas, que juzgamos como desgracias, aún la ausencia del ser más querido o de nuestro único hijo siempre es el humo de una existencia de donde alguien o nosotros mismos podemos rescatarnos. Cuando algo sucede, aún la peor desgracia, suele ser el inicio de una nueva vida.
Feliz 11 años J.J. aunque no lo sea así para mí. Pero he comprendido que al incendiarse nuestra cabaña una Luz Azul nueva brotó sin que lo sepamos.
C/24 DE MARZO DE 2010.
C/24 DE MARZO DE 2010.