El martes se cumplieron tres años de la muerte de Juan Castañeda Burgos, el tiempo ha pasado breve, apenas parece que fueran solo unos días desde que nos llegó la noticia de su partida. Su libro salió después como una grata melodía, antes de partir el poeta ya había corregido lo que no le gustaba de aquellos poemas, todo estaba listo en sus textos.
Poeta, ensayista y antropólogo, nació en la provincia de San Marcos – de allí es que sus ojos alumbraban-. Fue docente en la Universidad Nacional de Cajamarca donde dejó un legado inmenso y un recuerdo imperecedero. Lo recuerdo transitando los pasillos pensativo y solo, cargando un maletín de cuero por los pasadizos de la facultad.
Era de esos poetas que no abundan, de los que no quería ser reconocido, de aquellos que guardan un perfil muy bajo y silente, un poeta que gustaba de la tarde pero no de los aplausos, que sabía bien que hacer poemas no era sentarse a escribir para que después los demás escuchen y aplaudan; hacer poesía para Juan era caminar por los días dibujando líneas hondas de silencio, lo demás vendría después.
Después enseñó en la Universidad Privada “Antonio Guillermo Urrelo” donde trabajó desde su fundación, y fue esta institución la que publicó su póstumo libro. El 07 de junio del 2008 fue llamado a otras esferas, luego de firmes luchas contra una enfermedad de aquellas que llegan sin tocar la puerta y se acuestan con uno sin que nos demos cuenta.
La muerte es para todos. Llegó un día a buscarlo en ese lugar donde sabía que lo encontraría, lo ató de pies y manos y calló su último verso frente a la angustia de una familia que sabía que contra ciertas formas de vivir es mejor dejar que el tiempo siga. Murió con honor mirando fijamente a los ojos de la muerte.
Ya lo mencionaba en uno de sus poemas:
Este lenguaje cotidiano que es la poesía/ por siempre resistirá el embate mortal/ del tiempo, de mi tiempo, que como/ ahora, se torna ignominioso, pero/ ella sobre volará como aquella gaviota/ que aunque herida irá en dirección/ del río, aguas al mar.
Son pocos los hombres que como él dejan huella en generaciones posteriores, él las dejó y no solo en las almas de cada uno de quienes estuvieron cerca a él, sino de quienes compartieron las aulas por años, días, horas…
Él tuvo que partir breve, apurado a esa batalla definitiva del silencio, dejó a sus hijos, nietos, esposa y madre, dejó las tardes que amaba en infinito y a esos papeles casi clandestinos en los que escribía versos de todos los colores.
Es innoble recordar las viejas heridas, pero recordar a un poeta siempre será bueno. No fue un hombre vanidoso, de esos que abundan, fue un poeta distinto, con libros y caminos, con generaciones de alumnos que a veces lo recuerdan y digo a veces, porque la ingratitud es una bandera que siempre agitamos, que sembramos en nuestras puertas y que nunca arriamos.
Por eso es bueno recordar ahora que hace tres años Juan se fue a otra estancia, alejado del ruido y de la luz de los días. Cómo él ya lo había anunciado:
La noche no es el rocío deseado/ sino la lluvia obligatoria del silencio,/ es un lago enlutado por las almas/ que alguna vez amaron y/ sólo cosechan falsas esperanzas/ la noche es un lugar que moran/ el olvido y la desventura,/ la noche es un lugar donde reposan/ los bosques, las montañas y los/ ríos,/ la noche es donde aprendemos/ del color humano a beber sus/ amarguras y a compartir el/ descanso de los muertos.