Hace unos años Cajamarca era una ciudad apacible, la mina aún no había llegado y los pocos taxis que entonces circulaban por la ciudad se deslizaban sin premura por las calle casi deshabitadas de gente. Los días domingos eran silenciosos y apenas un desfile parco hacía ruido por la mañana. Pero la ciudad fue creciendo y un día a comienzos de los 90 llegó una caravana de carros inmensos rumbo a la mina, la mina se había descubierto y se aprestaba a instalarse en un lugar que pocos conocían. La ciudad siguió creciendo más y más cada día, con la mina llegó el movimiento comercial a gran escala, la gente de otras ciudades se fue apostando en nuevas urbanizaciones y nuevos barrios, la prostitución un día apareció vestida con falda corta y perfume denso en la plaza de armas y en las arterias de la periferia. La mina trajo movimiento económico y dinero, pero también como una estela a ella la prostitución y la delincuencia la siguieron, esa contaminación social de la que poco se habla, esa contaminación que instauró más de cincuenta clubes nocturnos en Cajamarca y que patentó poderosas bandas delincuenciales que “trabajan” a vista y paciencia de las autoridades. Si algo nos roban sabemos quien lo hizo y sabemos en donde podemos encontrar lo que nos fue sustraído y debemos “recomprar“ lo que nos pertenece, algo de complicidad hay en ello.
Nuestra ciudad se empezó a poblar de hombres de trajes marrones con chalecos antibalas y de fríos inmensos. La palabra Watchman proveniente del inglés, luego se castellanizó, se peruanizó y se convirtió en guachimán o huachimán y Cajamarca se pobló de vigilantes nocturnos porque se convirtió en una ciudad insegura.
La ciudad para entonces se había extendido quebrando las fronteras verdes del cada vez más pequeño cinturón ecológico, y nuevas líneas de combis y microbuses fueron necesarios para cubrir este crecimiento vertiginoso que se producía a diario.
Con todo ello también aparecieron una especie de hombres nuevos dedicados a un oficio nuevo, mujeres pobres y niños famélicos que se disputan las bolsas negras de basura con los perros, aquellos que buscan en los restos de otras vidas, fragmentos de algo que ellos mismos desconocen, a veces panes rancios, frutas olvidadas o restos de golosinas de alguna fiesta. Pero en realidad esas son añadiduras a la búsqueda que estos seres realizan, el botín principal está en el reciclaje de cartones, plásticos y uno que otro objeto que siempre puede tener un precio en los suburbios. Lo recogen en todas partes y hay un grupo de oficiosos pobres que laboran en esa búsqueda penosa en el botadero ubicado a la salida de nuestra ciudad, rumbo a la costa.
Cuando alguna vez leí por vez primera: “Los gallinazos sin plumas” de Ribeyro, un mundo mágico me circundaba con la historia que parecía lejana a mi realidad y que definitivamente en esos días eran una utopía en Cajamarca.
Hoy nuestra ciudad tiene esta especie misteriosa de niños y mujeres pobres, de ancianos que hurgan en las bolsas llenas de desperdicios y sobras, en ellas a veces encuentran lo que la sociedad les niega, lo que el Estado les mezquina. Una bolsa negra siempre será una caja de sorpresas para ellos, una bolsa negra como los gallinazos, negra como el alma de los que los olvidaron, como los días que los aguardan. Como sus miradas y su hambre… Como los trajes de la vida cuando ha llegado la muerte.