Me llaman para avisarme que Pamela, mi sobrina de seis años, está en su colegio y la profesora no ha ido porque se ha aunado a la huelga del Sutep. Como la maestra decidió sumarse a los huelguistas una sección entera ha quedado en el desamparo, los niños, todos pequeños, traviesos y juguetones han quedado en un salón que ha empezado a llenarse de murmullos, gritos y blancas travesuras.
Llego hasta el colegio y me encuentro con un tumulto de padres buscando alguna información sobre sus hijos. La inmensa reja de metal está cerrada y una señora con cara de loca y gruesos anteojos toma los nombres que le dictan desde fuera los preocupados padres. La mujer grita tratando de poner orden al tumulto y el bullicio, como si su desaforo fuera a calmar ese grupo de gente dispuesta a todo con tal de conseguir que anoten el nombre de sus hijos en esa libretita para que puedan salir.
Los padres hacen uso de cualquier recurso para llegar a la reja, todo vale, codazos, pellizcos, empujones, gritos, pisadas, cualquier ardid es usado para demostrar que el Perú también es una cola desordenada donde todos quieren ser primeros y donde los que llegan al último son los que más pugnan por alcanzar la delantera. Algunas señoras usan ardides poco eficaces como “dejé la cocina encendida, se me va a quemar el arroz” “he pedido permiso por unos minutos y ya estoy media hora” “Tengo a mi hija menor en cama y está con fiebre” De cualquier manera ningún argumento convence y la mujer de gruesos anteojos, que sospecho es religiosa, aunque no lleva hábito, sigue anotando con paciencia los nombres que va escuchando.
Desde el fondo, parada junto a una puerta, una religiosa obesa, vestida con hábito y con las manos en la cintura, contempla la escena risueña, como si algo de risible tuviera el estar esperando en una reja bajo un sol abrasador y con un grupo de aprendices de cachascán. La religiosa mira impávida desde su distancia. Una voz pregunta a la mujer de anteojos – ¿Hasta cuándo no habrá clases? No sé, responde la gorda, -Traigan a sus hijos todos los días- Pienso que además de fea y malgeniada está loca. Traer a los niños todos los días mientras la profesora está en huelga y repetir esta triste escena cada día.
De pronto una manito se alza tras la mujer obesa, unos ojillos revoltosos me miran pidiendo auxilio. Es Pamela quien hábilmente se ha logrado escabullir por la religiosa de hábito oscuro que custodia la puerta del fondo. Veo su desesperación. Elevo mis manos sobre las cabezas de los ya cientos de padres que siguen en el fragor de la lucha. Me siento un judío en un campo de concentración ahora entiendo a Schindler y su lista. La mujer gorda sigue anotando en esa lista a los que serán liberados.
Pamela se dirige resuelta a una mujer joven que está en una caseta, le conversa algo, parece que trata de convencerla que es la hora de su liberación. La mujer estira el cuello, aparece su cabeza, parece una tortuga inmensa, sale de su caseta y se dirige a la reja, pregunta entre el barullo con quien irá Pamela. Le alzo la mano y me mira con detenimiento. Abre la puerta. Pamelita sale con su maletín, sale a gatas por entre las piernas de los padres que siguen esperando y que me miran con cara de pocos amigos debido a mi buena fortuna.
Pamela me entrega su maletín que debe pesar diez kilos y me dice que estaba asustada porque le dijeron que lanzarían bombas… Además la reja cerrada y la mujer gorda haciendo una lista… La abrazo y le digo que le mintieron. Y empezamos a caminar tomados de la mano mientras pienso en la Lista de Schindler.