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miércoles, mayo 11, 2011

Eso que llamamos progreso


Una ciudad como la nuestra crece constantemente, de modo permanente va siendo modificada por lo que llamamos progreso. Hace unos años se vendía kerosene por litros en las tiendas para hacer funcionar las cocinas; se vendían mechas para lámparas y cocinas, camisetas para lámparas – Petromax – tubos,  o velas para alumbrar las tinieblas de la noche.

Había por toda la ciudad zapateros remendones, aquellos que podían reconstruir un zapato y dejarlo como nuevo, coser una pelota de cuero, hacer un par de botas en unos días. Abundaban los sastres que hacían trajes a la medida, costureras felices en cada cuadra.

Existían las vendedoras de dulces caseros, cocadas, tapitas de leche, turquitas, maní confitado, alfeñiques, dulce de higos o berenjenas, suspiros. En los hornos se amasaban y se cocían bizcochuelos y rosquitas. Todo eso fue siendo reemplazado casi sin darnos cuenta.

Un día amaneció y nos dimos cuenta que el último de los fotógrafos de la Plaza de Armas, de aquellos con trípode y una cámara vieja con manga y caballito de madera, no había vuelto más, y no regresó tampoco los días siguientes. Hemos sido testigos de los últimos tiempos felices y de su exterminio.

Los libreros compasivos desaparecieron de las librerías, aquellos que podían recomendar un libro porque lo habían leído y que sugerían tal o cual texto no existen más. Las librerías de ahora son fríos anaqueles llenas de libros apilados con un tendero cuya única preocupación es que no nos robemos nada. Y que nos acosa y persigue con la mirada sin importarle qué libro buscamos.

Las procesiones  fueron haciéndose cada vez más frías y solas, la aparición de tantas sectas hicieron dudar a los más crédulos y los cirios dejaron de surcar las calles y las sahumadoras se convirtieron en una especie cada vez más extinta.

Los policías dejaron de ser esos hombres amables con las manos hacia atrás recorriendo la ciudad, se convirtieron en fríos robots con lentes oscuros conectados a un celular las 24 horas, atravesando las calles en motocicletas ruidosas y agresivas.

Cajamarca perdió su esencia de ciudad típica, lo que todos llamábamos progreso llegó como un aniego, se fue diseminando por cada calle, por cada parque y lo cubrió todo, se llevó nuestra afable vida pueblerina, llena de bodegas menudas regentadas por viejecitas dulces que leían su Biblia y que se escandalizaban por el beso en público de dos enamorados.

El progreso llegó para habitarlo todo y dejarnos más solos que nunca, más individuales, más alejados de nuestras raíces, más tristes que cuando éramos niños y nos reprendían por cualquier cosa, por haber llegado tarde de jugar sin haber hecho las tareas.

El rostro de una nueva ciudad se ha delineado en lo que antes fue un pueblo apacible y sin tanto ruido. Hoy las sirenas anuncian a cada instante una nueva tragedia y los periódicos retratan las muecas horribles de una ciudad distinta, de una ciudad adelantada pero llena de nada, de un mundo apurado en donde miles de vehículos atraviesan a diario llenando las calles de gritos y de soledades inmensurables.

Los últimos lugares con recuerdo se están cerrando para siempre, apenas una tienda de velas cerca a la plaza, una vieja librería en una esquina, unos cuantos hombres de antes que se van muriendo casi sin que nos demos cuenta por culpa de eso que llamamos progreso.

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