Lucas es un gato de edad indefinida, un día llegó a la casa cuando era aún un minino adolescente, tierno y juguetón, no era más grande que un ovillo de hilo de mediana proporción. Su piel atigrada le procuraba un aire de felino africano y sus gráciles saltos eran la promesa de un furtivo e indomable cazador.
Cuando llegó al hogar el felino carecía de nombre, era solo un gato que había sido adoptado en la casa con una sola misión, la de exterminar a los roedores que habían decidido mudarse a nuestra morada, sin mayor aviso ni invitación, un día aparecieron por alacenas y cajones, subían y bajaban las escalera, trepaban por los libros y los estantes. Fue Pamela, una niña de feliz mirada, quien lo bautizó como Lucas y él empezó a acostumbrarse a ronronear cada vez que escuchaba su nombre.
Lucas tenía la vida asegurada en la casa, buen sol mañanero, agua fresca, comida procesada, atún dos veces por semana y una gran buganvilla donde trepaba como un puma y su ancestral fuerza felina lo convertía en el tigre de una jungla en miniatura. Lucas era un gato aparentemente feliz mientras sus días pasaban bienhechores y calmos en un mundo que examinaba meticulosamente cada mañana.
Pero un día el azahar hizo que descubriéramos que Lucas tenía un problema, más allá de sus ronroneos no emitía maullidos, solo hacía gestos que denotaban su esfuerzo y su intento por lograrlo, pero nunca se lo oía maullar como a cualquier gato común. Una mañana, Lucas caminaba sigiloso por el patio rodeando la fuente de piedra que se erguía en el patio que era su espacio, cuando cayó de bruces entre temblores y desorbitó los ojos como si estuviera poseído, unos temblores continuos se apoderaron de su cuerpo y empezó a retorcerse sobre el piso acompañando la infausta escena con estirones crueles. Finalmente quedó tendido, inmóvil, desfallecido.
Al parecer Lucas sufría una enfermedad que lo tomaba a menudo por sorpresa, sus ataques se repetían con frecuencia y lo sorprendían en cualquier parte de la casa, en cualquier situación, comiendo o asoleándose, jugando o a punto de dar un salto felino. Luego se recuperaba lentamente.
La enfermedad explicaba el por qué la invasión de roedores en la casa no había menguado pese a su presencia y por qué esos animalillos se paseaban por todos lados ajenos a la presencia del cazaratones. Los roedores habían descubierto que era un felino mudo y que sufría de fieros ataques que le impedían cumplir una labor eficiente.
Cierto día, alguien en la casa, descubrió el cadáver de un roedor bajo una silla, la rata yacía junto a las patas del mueble y su muerte era la prueba de que quizás Lucas no era del todo un gato fracasado. Por falta de medios probatorios y testigos, no supimos si Lucas fue el autor del homicidio o no, en realidad no sabremos si fue el felino o si fue una casualidad que la rata vaya a morir a esa parte de la casa. Pero la muerte se le atribuyó a Lucas y con ello recuperó su prestigio y justificó su palaciega existencia.
A veces pienso que la seguridad de Cajamarca es como la historia de Lucas, por eso siempre hurgo entre los sucesos diarios para ver si a “los Lucas” de mi ciudad un día les retorna la voz y vuelven a ser los feroces cazadores de antaño sin silencios ni ataques que hagan que las ratas las miren sin respeto.