Éramos niños cuando mi hermano y yo, íbamos juntos al peluquero. El llamado paterno en una tarde de domingo era el indicio de que esa visita fastidiosa era impostergable. Entonces llegábamos hasta el local del hombre regordete que en una blanca guayabera y anchos pantalones esperaba ansioso que nos acomodáramos en ese sillón giratorio de marroquín rojo frente al amplio espejo de enfrente.
La voz paterna era siempre la misma, siempre la misma orden – Alta por favor- y desde el inicio estábamos condenados a un corte de pelo militar, sin patillas y con el cerebro desprotegido de esa cubierta cálida que es el pelambre. El turno era para uno de los dos indistintamente. El peluquero cogía su blanca capa y la anudaba con fuerza en mi cuello, después esa maquinita que era un híbrido entre una tijera y una podadora de césped en miniatura y empezaba su trabajo. Mi padre mientras tanto hojeaba un ejemplar del Expreso, ese periódico de pesada diagramación y de adusto formato.
Un cosquilleo se sentía cuando esa maquina se desplazaba por mis sienes cortando todo el pelo que hallaba a su paso, mientras el peluquero despreocupado silbaba una tonada de la sonora matancera que hacía juego con su mostacho y sus gruesos anteojos.
El escenario siempre era el mismo. El amplio espejo sobre una mesita blanca. Varios pomitos con diferentes contenidos, peines, tijeras y una escobilla suave que era la que se encargaba de rematar la faena, no sin antes ahogarse en talco corriente que olía más bien a mujer de la vida alegre que a fécula de almidón. La decoración de las paredes consistía en afiches de mujeres desnudas de antiguos almanaques. Los diez últimos años se encontraban adheridos en la pared. Y obviamente un almanaque con una rubia oxigenada correspondiente al año actual. A veces el peluquero se animaba y siempre hacía las mismas preguntas. ¿En dónde estudias? ¿Juegas al fútbol? ¿Qué curso te gusta más? Preguntas por demás banales que obtenían respuestas banales y autómatas.
En ese momento el peluquero más que un amigo era mi enemigo, porque me estaba condenando a ser un hombre aún más feo de lo que era durante unos diez días en que el pelo nuevamente volvía a ponerse en forma. Luego de haberme convertido en un ser hirsuto y triste por mi aspecto, desdoblaba una gran navaja y se dirigía a una cola de caballo con una larga suela donde la afilaba mientras contemplaba su obra maestra. Miraba satisfecho como si hubiese hecho una gran cosa, orgulloso y complacido. Luego se acercaba con la filosa navaja y empezaba a cortar de ras los pelos que quedaban en la zona del cuello y las patillas. Mientras realizaba esa difícil operación era mejor quedarse muy quietos y hasta dejar de respirar, porque un movimiento podía ser fatal y peligroso. De cualquier modo siempre le fallaba el pulso y se sentía el ardor de la piel por el filo excesivo de la navaja o por la impericia de aquel peluquero vil. Todo se arreglaba con un poco de alcohol que era lanzado con un pulverizador por toda la parte afectada. Un ardor atroz entonces se extendía por el cuello y la nuca. Finalmente una escobilla suave de largo pelaje y con mucho talco concluía la tortura.
Después aparecieron los salones unisex y esa especie de peluqueros y barberos fueron condenados a una lenta extinción, con sus largas navajas y sus colas de caballo. Igualmente esas tardes con mi padre se fueron extinguiendo con los días. Cada vez nos vemos menos, cada vez hablamos menos y apenas a veces recordamos como un sueño lejano aquellas tardes ochenteras que perdimos para siempre.