Yo pensaba que el Alzheimer solo era cosa de viejos, pero un día empecé a olvidar de las cosas más sencillas, empecé a olvidar la última vez que hablé con mi padre y sin darme cuenta me olvidé de él, de su nombre, de su número, del lugar donde vivía y de las calles que podían llevarme hasta ese lugar. Olvidé las veces en que en navidad me había hecho regalos y hasta de la vieja piedra que había junto a la puerta en la entrada de la casa en la que alguna vivimos. Simplemente lo olvidé y esa parte de mi vida se borró para siempre.
Siempre supuse que esa enfermedad era cuestión de gente mayor de sesenta años, así siempre me lo habían dicho y los manuales, los libros y las revistas decían lo mismo, pero un día olvidé las llaves en la puerta y no recordaba donde las había dejado, busqué y busqué pero fue inútil. Me enteré al día siguiente, gracias a un vecino generoso que las llaves las había dejado olvidadas en la cerradura de mi puerta, recién ahí me di cuenta que había empezado a olvidar cosas que antes las hacía a diario sin complicaciones.
Otro día me fascinó escuchar la lluvia toda la noche, desde mi habitación oía el chorro continuo que me remontaba a mi infancia y al pueblo donde alguna vez fui feliz aunque fuera en una casa de madera, aunque fuera en calles empedradas y con fríos tormentosos, el hecho es que el canto de la lluvia me arrulló y me cobijé en el ensueño de mi ayer, mi niñez y me perpetua soledad. Pero al día siguiente descubrí que la lluvia nunca había caído y que el sonido arrullador provenía de la ducha. Había dejado olvidada la llave de la regadera y el continuo chorreo lo había inundado todo.
Yo pensaba que el Alzheimer solo era cosa de viejos, pero un día olvide a quien pertenecían los rostros enmarcados que reposaban sobre la mesita de noche y no reconocía a esos niños sonrientes que miraban desde los umbrales de sus cuadros, tampoco pude reconocer a esa mujer de cabello ensortijado con la que me hallaba abrazado sentado en la banca de un parque junto a unos árboles y unas flores. Y empecé a tratar de recordar esas cosas simples, pero luego olvidé que eran importantes en mi vida y no me di cuenta de nada más.
Había olvidado las cosas más sencillas como el uso de algunos artefactos como los cubiertos, lapiceros, corbatas, y esa serie de aparatos minúsculos que son parte de nuestra vida y no nos damos cuenta, pero fue sencillo ir olvidando todo, fue como ir lanzando equipajes de un autobús en marcha para aligerar el viaje y en verdad mi viaje se fue aligerando mientras yo iba olvidándolo todo.
Un día olvidé mi edad, los números que antes eran importantes, ello trajo también cosas buenas conmigo, empecé a olvidarme de la gente que amaba. Me olvide de mis padres y de mi hermano, de mi esposa y de mis hijos, de mis parientes más cercanos y de mis amigos más queridos. Olvidé las calles que me llevaban y las que me traían de retorno, por eso preferí no salir más.
Ya no recordaba en lo que trabajaba ni si alguna vez lo hice, quise empezar a leer los libros de los anaqueles de mi habitación pero había olvidado el significado de la mayoría de palabras por lo que resultaba inútil seguir intentando leer historias sin sentido. En corto tiempo habían desaparecido mis recuerdos y sentí una extraña sensación de felicidad.
Una noche me quedé dormido después de olvidar para que sirviera esa caja cuadrada que emitía imágenes en movimiento y de la que se oían voces. Me quedé dormido olvidando apagar la luz. Pero al momento de cerrar mis ojos y exhalar olvidé que debía inhalar el aire nuevamente y entonces olvidé respirar.
No recuerdo más, quizás porque hoy de la casa en la que vivía salían varias personas cargando un ataúd en un tumulto triste y solitario. Un grupo de gente desconocida a la que no recuerdo haber visto nunca jamás.