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jueves, agosto 19, 2010

Los hijos también mueren de pie



Esta debe ser la última columna que escribo, tú mejor que nadie sabes la razón. El tiempo se acabó, es hora de buscar la aurora en otras partes. No voy a seguir sembrando en un desierto, esto de navegar sin brújula en un mar sombrío no es para mí. Tengo que irme. Las estrellas no son suficientes para seguir un rumbo. El viento cambia a cada instante y me he convertido en una cometa a la que el viento arrancó su hilo. Ya no soy el mismo.

He transitado por todos los caminos que no hubiera querido alguna vez, sin embargo, nada de eso ha sido malo, hoy lo sé mejor que nadie. Es mejor partir ahora que la casa de madera aún sigue en pie. Y que la casa vieja frente a esa cárcel hoy vacía aún no se ha derrumbado. No es bueno ver morir los lugares donde uno ha vivido. No es bueno ponerse a llorar para ser feliz.

Cada vez que pretendí hacerte sonreír las lágrimas acabaron inundando tu mirada, cada vez que te pedí que me esperes no cumplí conmigo mismo, hoy estoy arrepentido.

Esa vieja biblioteca se queda para recibir otras miradas. Otras manos que la acaricien y que la hagan crecer. La vida es un libro abierto que deshojamos cada día, pero así también como los libros, tiene un prólogo y un epílogo y un índice de días tristes. La vida es también un libro viejo en el estante aguardando ser leído.

Los geranios han crecido más, su olor se agita por las noches. Hubiera preferido que no corten la buganvilla ni la fuente, pero no se puede ir en contra del destino. Tampoco hubiera querido que tanta gente se ausente de mi lado, ni que esa paloma que murió frente al tejado tenga que morir atrapada en el hilo de una cometa de un niño soñador, pero no se puede luchar contra el destino. Las cosas que están escritas, siempre tienen el mismo final ineludible, inevitable.

Alejandro Casona decía que los árboles mueren de pie, tú y yo sabemos que no es así, que no es verdad, que es una mentira, pero sabemos también que los hijos sí mueren de pie, al menos eso fue lo que siempre me enseñaste… Esa tarde en Hualgayoc, cuando me caí sobre las piedras azules de la calle por cruzar corriendo a la casa de la abuela, eso fue lo que me dijiste, eso fui lo que aprendí.

Me aferré siempre pese al viento, al invierno y al otoño. Me aferré a tu tristeza de mañana limpia, a tus esperas cotidianas. Solo tú sabes cuanto te amo… cuando llego abatido a casa sin ganas de vivir, tú me esperas para decirme que las cosas malas pasan, que son hojas secas que el tiempo arrastra. Hoy que cumples un poco más de tristeza me acuerdo de la casa de madera, del jardín de flores anaranjadas, de la pila de agua, de esa mina por la que los hombres salían sin saber que en poco tiempo morirían, de esa felicidad hoy ausente, de tus manos llevándome a la escuela y regresándome a casa. Hoy más que nunca te amo madre, más que nunca, aunque yo ya no sea el mismo.



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