Cuando niños, Christopher y yo vivimos en una casa de madera, era mi único hermano, por lo tanto mi único amigo. La casa estaba en un frío campamento en donde siempre era invierno era el año 76 ó 77, desde un equipo holandés marca Phillips se oían las melodías más hermosas de esos días, un tocadiscos moderno para su época, con su aguja diamantada repasaba los surcos de vinilo de varios LPS que hoy conservo como viejas medallas de guerras ganadas.
Mi padre era un hombre solitario, frente a la casa se encontraba el socavón con esa mirada siempre negra que daba temor y que infundía respeto. Durante la noche los lirios de la jalca se congelaban y el techo de la casa que era de calaminas de zinc amanecía con una gruesa capa de hielo que se iba descongelando con los primeros rayos de sol. Los charcos de los caminos también se convertían en cristales que se rompían con el andar de los mineros que salían del socavón.
Esa casa de madera tenía un jardín que estaba lleno de flores hermosas como esos días, había un rosal, geranios, claveles y gladiolos y unas ventanas por donde se veía el atardecer que siempre era cálido desde el interior de esa casita de madera. En el interior había muchas cosas que hoy están ausentes, el inmenso sofá cama, los veinte libros del Tesoro de la Juventud de carátula roja, y el amor de esos días que se fue diluyendo en el tiempo y enfriando como las noches de aquellos meses fríos.
En esos días jugar a la guerra era algo común y sentir el tibio beso de la tarde, escuchar después de haber jugado todo el día un cuento de los hermanos Grimm que en voz de nuestra madre era siempre una melodía inacabable. Éramos dos niños jugando con el mundo, saltando por el ichu, recorriendo el pantano y escondiéndonos entre los árboles de quinuas que parecían abrigarse con esas gruesas mil hojas que les crecían sobre sus troncos.
Un día tuvimos que dejar la casa y emigrar a una ciudad. Vivir en un octavo piso en una jaula de cristal. Adentrarnos en supermercados, subir y bajar por ascensores, volver cansados de los parques donde el mundo no era feliz.
El tiempo después nos llevó por casas diferentes, unas grandes, otras pequeñas, con vistas a una prisión interior o a una avenida enorme y larguísima, en palacetes y escombros, en casas comunes y en habitaciones, pero ninguna, nunca, ha sido como aquella casa de madera que aún habita en mi recuerdo, donde padre y madre, hermano, recorremos a diario esos espacios de los que nunca nos despojamos.
La vida es un cambio permanente, hoy vivo en una casa con balcón que da a la calle, un balcón que pese a ello es interior y que debe cerrarse, porque la vida no se detiene y el amor como el recuerdo se renueva a cada instante.