Hay palabras no dichas que se guardan en el alma, palabras que se callaron en un día de lluvia y que no se dirán jamás.
Habíamos atravesado la Avenida Collins, Miami era una ciudad fastuosa y nueva, su cielo no era gris, sus parques verdes anunciaban una vida distinta a las calles de Lima, a los parques amarillentos llenos de begonias y palmeras de Jesús María, eran diferentes a los parques llenos de hojarasca en los que se acuñó mi infancia.
La gente tenía miradas frías, miradas intensamente humanas, otras ni siquiera miraban y casi todas las cosas existentes en las aceras y avenidas parecían haberse mimetizado con la modernidad. Lo recuerdo ahora que han pasado algunos años y que mi hija Azul corre por la casa y carga una muñeca entre sus brazos, a la que llama nena y la abraza con ternura como si su supiese que un día será madre.
La vida se va haciendo más compleja a medida que pasan los años. Las ausencias se van tejiendo entre la red de días y silencios. Mi hija Azul tiene cinco pollos, ella los llama por esa onomatopeya que es el pio pio y los adora, los ama con todo el amor que se puede tener cuando un ser humano tiene un año y medio de vida, como ella.
Ellos han descubierto no sé que ternura en la mirada de mi hija y a veces parece que olvidaran que son aves y actúan como perritos, la siguen a todas partes en una larga hilera de píos píos, uno tras otro y ella es feliz. Mientras yo me vuelvo viejo entre el rumor de los días y entre líneas que fluyen en papeles y en mi rostro, en mi alma.
Entre amores breves que se marchan con las hojas de un diario, entre fechas que pasan y me anuncian que estoy un poco más cansado, que ahora veo menos que hace un año con mis ojos físicos, pero que veo más con los ojos del alma.
Este balcón es hoy más interior que nunca y no se si es por la mañana fría, porque amaneció hoy tan frío el día y este sol que no calienta y la nostalgia que vuelve a buscar y que embiste como una fiera de aquellas que parecen olas.
Azulita ha empezado a crecer. Hoy sabe que se llama Azul y es feliz, me abraza con esas manitas que siempre están buscando a sus muñecas y me mira con esos ojos que algún día fueron míos, por los que ahora le corresponde mirar a ella los días que ya yo no veré pero que acompañaré desde cualquier parte.
Habíamos atravesado la Avenida Collins, Miami era una ciudad fastuosa y nueva, su cielo no era gris, sus parques verdes anunciaban una vida distinta a las calles de Lima, a los parques amarillentos llenos de begonias y palmeras de Jesús María, eran diferentes a los parques llenos de hojarasca en los que se acuñó mi infancia.
La gente tenía miradas frías, miradas intensamente humanas, otras ni siquiera miraban y casi todas las cosas existentes en las aceras y avenidas parecían haberse mimetizado con la modernidad. Lo recuerdo ahora que han pasado algunos años y que mi hija Azul corre por la casa y carga una muñeca entre sus brazos, a la que llama nena y la abraza con ternura como si su supiese que un día será madre.
La vida se va haciendo más compleja a medida que pasan los años. Las ausencias se van tejiendo entre la red de días y silencios. Mi hija Azul tiene cinco pollos, ella los llama por esa onomatopeya que es el pio pio y los adora, los ama con todo el amor que se puede tener cuando un ser humano tiene un año y medio de vida, como ella.
Ellos han descubierto no sé que ternura en la mirada de mi hija y a veces parece que olvidaran que son aves y actúan como perritos, la siguen a todas partes en una larga hilera de píos píos, uno tras otro y ella es feliz. Mientras yo me vuelvo viejo entre el rumor de los días y entre líneas que fluyen en papeles y en mi rostro, en mi alma.
Entre amores breves que se marchan con las hojas de un diario, entre fechas que pasan y me anuncian que estoy un poco más cansado, que ahora veo menos que hace un año con mis ojos físicos, pero que veo más con los ojos del alma.
Este balcón es hoy más interior que nunca y no se si es por la mañana fría, porque amaneció hoy tan frío el día y este sol que no calienta y la nostalgia que vuelve a buscar y que embiste como una fiera de aquellas que parecen olas.
Azulita ha empezado a crecer. Hoy sabe que se llama Azul y es feliz, me abraza con esas manitas que siempre están buscando a sus muñecas y me mira con esos ojos que algún día fueron míos, por los que ahora le corresponde mirar a ella los días que ya yo no veré pero que acompañaré desde cualquier parte.