Hace unos años la
noche de año nuevo era una fiesta de matices diferentes. Cuando digo hace unos
años atrás, me refiero a tres décadas, cuando el mundo no peligraba en la
magnitud que lo hace ahora, cuando los polos no se derretían como dos helados
en una mañana veraniega, cuando la música se escuchaba en toca casetes y los
celulares y el Internet no existían, es decir, cuando la vida era más simple y
más feliz.
Y la fiesta de Año
Nuevo era una fiesta porque cuando uno es un niño, cualquier reunión familiar
implica alegría, significa reunirse con los primos o amigos, con los hijos de
las otras personas adultas… en aquel tiempo, en esos días, el pueblo que yo
habitaba era por demás un pueblo tranquilo y somnoliento al que las novedades
llegaban los días domingos, cuando los buhoneros y mercachifles llegaban con
sus toldos de plástico y sus ollas de fierro, sus platos y tazas de fierro enlozado
o sus bacinicas también enlozadas.
Las fiestas de fin
de año para mis ochos años eran interminables, empezaban con las reuniones de
familia a la que se iban sumando amigo muy cercanos, mientras los niños jugábamos en la
calle a la saperis o a las escondidas – no había problema con los carros, pues los
pocos que habían pasaban cada media hora o cada hora, a veces había mañanas
completas en que no pasaban- La vida en aquel entonces tenía otros
colores.
Los más jóvenes de la
familia gustaban de hacer muñecos con las prendas viejas, a veces le ponían un
sombrero roto o una vieja cartera; a veces era un muñeco y otras veces era una
muñeca, todo dependía de las prendas que ese año habían sido destinadas a la
hoguera del viejo año. Era la tradición consensuada por todos los habitantes de
mi pueblo, todos éramos como una familia. Sabíamos todo de todos, las cuitas e
infortunios, las soledades y amarguras, los deslices y abandonos y hasta las
tristezas más hondas, pero todos nos queríamos de alguna manera… cuando uno
tiene ocho años no tiene prejuicios, ellos lamentablemente se ganan con los
años.
En esos días la vida
es un barco que navega en mares serenas, en un mar sin piratas ni filibusteros,
sin tormentas ni huracanes, pensar en el naufragio es imposible. A esa edad
somos los capitanes juguetones de barcos en los que nosotros somos los piratas
que ganan todos los combates y que no pierden ninguna batalla.
Cuando daban las doce
el muñeco empapado en kerosene – en ese tiempo se vendía libremente-
era incendiado generalmente sentado en una vieja silla que había cumplido su
ciclo, en medio de una rueda –un neumático de un VOLVO, que eran los
vehículos que abundaban en mi pueblo – y se danzaba en torno a ella
como si fuéramos una tribu primitiva de insondables siglos o de remotas islas.
Y danzábamos al rededor de esa hoguera como si fuera un ritual macabro -y de
hecho lo era por la gran contaminación que causábamos, unos sin darnos cuenta,
otros dejándose llevar por una felicidad primitiva y casi salvaje, era tan
grande que hasta hoy lo lamentamos-
Esas ceremonias
dantescas se fueron renovando con el tiempo, mientras nosotros fuimos
envejeciendo de tanto celebrar cada año nuevo, después de tantos años, algunos
de nosotros empezamos a parecernos a esos muñecos de trapo y de recuerdo,
desalineados y descompuestos.
Muchos de aquellos
que jugaban alrededor de esa cálida hoguera ya no están más con nosotros y se
llenaron de distancia, se alejaron y se perdieron en el tiempo. Otros no
pudieron resistir tanto año nuevo y tuvieron que dejar esta vida como cada año
que habíamos incendiado.
Los hombres somos
seres extraños, celebramos los cumpleaños y los años nuevos, sin darnos cuenta
que al nacer nuestra cuenta regresiva ha
comenzado. Y cada vez que pasa un tiempo lo festejamos como si estuviésemos
felices de acercarnos más a nuestro momento crítico, al último respiro, a
nuestro último instante. Que al final la vida, un día, nos quema y nos olvida
como a un muñeco de Año Nuevo.