Jaime Javier, mi hijo, tenía tres años cuando lo llevé por primera vez al cementerio. Lo cargaba en mis hombros cuando entramos a ese recinto apacible lleno de silencio y vacío de vida. Jaime miraba sorprendido ese cúmulo de efigies y cruces, los rectángulos horizontales de blanco y negro le sugirieron un conjunto de tortas consecutivas. Esa fue su pregunta ¿Por qué hay tantas tortas papito? Me preguntó. Tuve que explicarle que no eran tortas, que eran tumbas y que bajo cada una de ellas descansaban los restos de una persona. Me pidió que lo baje de mis hombros y empezó a examinar una a una cada tumba, con detenimiento, sin temores, sin entender mucho pero con mucha curiosidad sobre tan nuevo hallazgo.
Miraba con cautela los altos crucifijos y los ángeles de mármol y cemento en actitudes de súplica. De pronto su rostro cambió a una forma distinta, como si una pena infinita se habría apoderado de su nobleza. Papá, dijo casi en silencio, ¿Tú también morirás un día? Preguntó con temor, como intuyendo una respuesta que le dolería. Le respondí con la verdad, que también algún día tendría que morir, que nacemos para morir un día, que no hay seres eternos, que nacemos, crecemos, envejecemos y morimos, que es un ciclo de vida que tenemos que cumplir. Que Dios lo había establecido así. Nunca vi tanta tristeza en su mirada.
Con las manos en el bolsillo, mientras dibujaba círculos con su pie sobre la tierra me hizo una propuesta que nunca he podido olvidar. -Ya sé -, me dijo emocionado, como si un chispazo de novedad le hubiera concedido la vida. – Por qué no le decimos a Diosito que nacemos, crecemos, nos hacemos viejitos y de nuevo niños y crecemos y así… y nunca morimos.
Lo abracé en silencio y apacigüé su pena con un beso, le dije que Dios ya había establecido las cosas y que nada iba a cambiar ese sistema de vida. Le dije que faltaban muchos años para que me haga viejo y que muera. Que no había que preocuparse ahora por eso. Y empezamos a caminar en medio de ese otoño frío que nos arrastraba como hojas secas de la tarde.
Poco tiempo después me lo arrebataron. Han pasado cuatro años que no hemos podido volver a hablar de Dios ni de las propuestas que podríamos hacer. Ese fue el último otoño que conversamos y que nos dijimos que nos queríamos más allá de la muerte y de la distancia.
Cada vez que recorro los pasillos de los juzgados en busca de un expediente que me devuelva a mi hijo me deprimo, reniego y tengo ganas de convertirme en Calixto Garmendia, ese personaje del cuento de Ciro Alegría, y deslizarme en la oscuridad de la noche con los bolsillos llenos de piedras y lanzarlas a las tejas de los despachos y desquitarme de las horas que me han hecho perder lejos de mi hijo. Mientras tanto los jueces piden aumento al Estado y hablan de honestidad. Yo ya no sé que pensar.
A veces tengo miedo de incumplir con mi palabra y no morir de viejo, es que con la muerte uno nunca sabe, la vida es tan frágil. Y tengo miedo de no poder volver a ver a mi hijo nunca más, por lo menos en este mundo. Entonces me deprimo y lloro, como ahora, como esta tarde que lo extraño tanto…