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domingo, marzo 18, 2007

Un pionono, Lori y su tristeza




Hace tres años que la conocí, se encontraba en una prisión de máxima seguridad. No fue fácil llegar hasta aquel lugar como visita, hubo que hacer mil coordinaciones previas para poder conseguir ingresar hasta aquella prisión resguardada al milímetro.

En aquellos días el Internet se había impuesto como una novedad tecnológica capaz de brindar las más insospechadas oportunidades, dentro de ellas la venta de productos por la red era un negocio naciente. En aquel penal se fabricaban artesanías diversas además de contar con una panadería. La empresa para la cual entonces trabajaba estaba dispuesta a comercializar por Internet todo ello.

El día que llegué a aquel penal tuve que firmar muchos papeles, poner huellas digitales en varios documentos, tomarme dos fotografías y someterme a una exhaustiva revisión y obviamente dejar el celular y la cámara fotográfica. Luego de atravesar varias rejas ingresé a un patio soleado rodeado de altos muros con alambres de púas y largas y afiladas puntas en media luna.

Desde aquel lugar se veía el cielo azul como una expresión de libertad detenida en ese instante. En un campo de fútbol cercano un grupo de internos jugaba un partido acalorado lleno de expresiones ligeras y de gritos ensordecedores. Más allá, un conjunto de habitaciones y pasadizos. Mi compañero y yo no podíamos evitar examinar con ojos curiosos cada rincón que se aparecía a nuestra vista. Nuestro guía nos llevó hasta la panadería del penal, previamente se nos había advertido que no debíamos tratar temas políticos con la administradora de aquel centro de panificación. Al ingresar un grupo de hombres con mandiles blancos y gorros impecables nos examinaban con curiosidad. Luego de unos segundos apareció ella, aquella mujer que hace unos años vi por primera vez en televisión cuando se la había detenido. La captura de Lori Berenson hizo historia en aquel entonces por tratarse de una norteamericana joven y bella que estaba involucrada con un grupo armado que pretendía tomar el Congreso de la República.

Sus ojos tenían un brillo casi apagado, su mirada dilatada, parecía que el tiempo y las horas de la prisión habían marchado ligeramente sus facciones. Cuando nos saludamos, nos dimos la mano, su piel era suave y el color de sus ojos casi un enigma. Nos habló de su trabajo, del número de internos para los que se hacía el pan cada día. Era noviembre y preparaban masa para panteones. Mientras nos hablaba de su trabajo tomó dos piononos de una mesa y nos cedió con gentileza. Ese mandil blanco le daba un aire de ternura que la hacía más bella. Nos habló de las tortas y bocaditos que hacían para atender algunos pedidos, nos mostró las máquinas que habían traído desde Japón, de las temperaturas y de las recetas del pan cotidiano.

Luego de tomar nota de los precios y de los productos tuvimos que despedirnos, No hubo tiempo para hablar de su tristeza y de su soledad. Ella trataba de aparentar ser una mujer dura, vano intento. Su mirada la delataba como un alma llena de ternura. Nos dimos la mano y el brillo de sus ojos pareció turbarse. Nos agradeció y nos despedimos, ella se quedó en ese mundo extraño.

Al salir al patio un ave surcaba el cielo con las alas abiertas, sin saber que desde lo bajo los hombres que la contemplaban la envidiaban.

Balcon Interior

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