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lunes, enero 22, 2007

Paternidad: El mejor regalo de Dios a un hombre.




Cristian Javier es mi mejor amigo. Conozco a Cristian hace años. Lo conocí en el colegio cuando él era un brigadier poco amable. Fuimos compañeros en los últimos años de secundaria y en todo ese tiempo no cruzamos más palabras, que para reprocharnos en un par de oportunidades esas actitudes cortas de afecto, que suelen tener dos compañeros de salón que no quieren serlo. No fuimos amigos sino hasta llegar a la universidad. Estudiábamos en facultades contiguas, pero fue Germán quien hizo que esas distancias se quiebren. Una noche de encuentro casual nació la amistad duradera, indeleble, eterna. Esa amistad de días largos y de años juveniles, de amores y desamores, de cuitas insospechadas y felinas y nocturnas veladas.

Hoy los años nos han convertido en hombres cautos y a veces silenciosos. Intercambiamos libros y llamadas, corbatas y tristezas, más de una vez he llorado en el silencio de los recodos de la existencia cuando creía que los caminos de la vida se habían cercado para siempre. Y Cristian estuvo ahí, estuvo ahí cuando se llevaron a mi hijo una noche sin razón y en las firmas, laberintos y barullos de mi divorcio anunciado. En esa búsqueda perpetua de mi hijo raptado. En esa búsqueda invariable de Jaime Javier. Javier como mi amigo.

Es sábado. Cristian me llama por teléfono, escucho su voz emocionada. Quedamos en encontrarnos después de las seis, felizmente es fin de semana y los horarios se mutilan en mi semana los sábados por la tarde. Hace varios días que no nos hemos visto. Llego hasta aquel bar casi clandestino, lo encuentro sentado con esa mirada feliz que hacía mucho tiempo no veía en sus ojos, no desde aquella vez en que una mañana dominguera atiborrados por la alegría naufragamos en un bote sórdido en el centro de una laguna infestada de pececillos, plantas acuáticas y fango. Acabamos sumergidos en el lodo y riendo a carcajadas.

Nos saludamos con el mismo afecto de siempre. Quiero celebrar contigo la noticia de mi vida, me dice, mientras rebusca en su felicidad la palabra exacta. Voy a ser padre anuncia con esa elocuencia propia de un abogado que ha ganado el mejor caso de su vida. La felicidad. Voy a ser padre. Repite con esa algarabía que ya casi la había olvidado en sus facciones. Y después de mucho tiempo lo veo enteramente feliz, crecido, enorme orgulloso, realizado. Unas cervezas concluyen la tarde, la noche, abrazos póstumos que huelen a mañana fresca y venidera a una nueva generación que vendrá de la nada para serlo todo.

Ahora entenderás mejor a tu padre, ahora sabrás que todos los errores de tu padre fueron juzgados muy severamente. Del mismo modo que lo hice yo con el mío y del mismo modo que lo harán nuestros hijos con nosotros. Porque la vida, Cristian, es ese espejo grande por el cual atraviesa nuestro ayer, nuestro presente y regresa una mañana hecha futuro. Que nuestros hijos se conozcan un día y que no naufraguen en botes de madera, que no naufraguen nunca. Que un día nos hablen de los libros de ese entonces y de las cosas que en ese entonces serán. Un día cuando ya seamos viejos y no tengamos más certeza que la postrera soledad definitiva. Cuando nuestra amistad se haya tejido como un manto infinito de días y esperanzas muertas, de resurrecciones y silencio, de paz y de reencuentro. Que cuando tengas a tu hijo entre tus brazos descubras que la vida acaba de empezar y que la mejor de tus obras será él o ella y el mañana que te aguarda.

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