Llego a la oficina temprano como cada mañana, a saborear la soledad de papeles y puntual desorden de cajones, soy un gran desordenado y lo admito. Los cajones de mi escritorio son siempre una caja de sorpresas, cables USB, discos compactos, poemas inconclusos, tres libros por leer y uno a media lectura. Enciendo la radio y una voz sobria anuncia las tragedias nuevas de este día, el precio del dólar y las minucias cotidianas como el frío clima que advierte que más tarde habrá una tormenta.
Pero no es necesario que la tormenta se anuncie por la radio. Dos personas de falda larga se han detenido a la puerta y me ponen la mirada más tierna que uno pueda imaginar, saludan cortésmente mientras sujetan sus carteras. Una tiene puesta una gorrita de tela y la otra un sombrero de mimbre, de inmediato las identifico como un par de evangelistas, un par de protestantes, esa gente que te llama a la puerta y pretende decirte lo mal que está el mundo y lo mal que está marchando tu vida. De inmediato me pongo de pie en un acto instintivo de defensa. Ellas ya han ingresado y me extienden la mano. Les digo que no puedo atenderlas mientras correspondo ese a ese saludo con las últimas gotas de paciencia que me quedan.
Una de ellas abre su Biblia, mientras la otra hurga inescrupulosamente cada rincón de la oficina. Me pregunta, si sé por qué, hay tanta violencia y maldad en el mundo. Le digo que no sé, ni tampoco me interesa saberlo. Le pido que no siga, con la poca decencia que aún conservo, le pido que me deje trabajar. Solo le quitaré dos minutos, me insiste, ¿Sabe por qué en el mundo hay tantos crímenes? Vuelve a la carga. Porque la gente como ustedes, con actitudes como éstas los provoca, pienso. Tampoco lo sé, le digo. Y tampoco quiero hablar con evangelistas dogmáticos con primaria incompleta, le digo ofuscado, a punto de estallar. No soy evangelista me refuta orgullosa, soy cristiana. Lo que me parece absurdo, execrable.
En ese instante de abandono quiero invocar a mi amigo Carlos Quevedo y sus fascinantes argumentos de “Solo para católicos”, entonces recuerdo como una bendición divina todos los artículos que él a escrito y que he leído con minuciosidad. Entonces disparo toda esa artillería, los testigos y sus pobrezas mentales, los desdichados hijos que perdieron el camino, los dogmas de irascibles criaturas… Yo mismo me sorprendo de tan elocuente discurso. Y me siento orgulloso de aquella vez que tomamos un café con Carlos Quevedo en un lugar del centro de la ciudad, mientras hablábamos de su último libro y de los equívocos nefastos de la historia.
La mujer me mira desanimada, con unos ojos tristes, aguados. Saca dos revistas de su bolsa y las deja sobre el escritorio. Espero que le sirvan en algo me dice. Su compañera ha puesto sobre mí su mirada más abyecta. Les pido que no dejen las revistas, que se las lleven, que no vuelvan más. No me hacen caso y se marchan presurosas.
Tomo las revistas llenas de colores y fotografías, Despertad y Atalaya… Las pongo una sobre la otra y las hago cuatro partes, ocho, dieciséis… Y acaban en el tacho. Como acabarán siempre mientras se crucen en mis días, como han acabado siempre cuando estuvieron cerca de mí. Y me viene a la mente ese epígrafe de la Hora Azul que usa Alonso Cueto “… A lo mejor uno no es sólo responsable de lo que hace, sino también de lo que ve o lee o escucha”
La mañana se desliza por el tiempo, a lo lejos el ruido de una campana, anuncia que el carro recolector de basura ha venido por lo suyo.