Tuve dos profesores maravillosos en primaria, el primero fue Alindor, un hombre risueño de tierna mirada que muchas veces me habló de la vida, fue quien descubrió a mis siete años, mientras me pedía que leyera una poesía a Cristóbal Colón, que yo ostentaba una miopía severa. Me pidió hablar con mi madre y le comunicó, al día siguiente, que debía llevarme al único oftalmólogo de la ciudad. A los dos días llegué a la escuela convertido en un raro espécimen cargando unas gafas con pesadas lentes. Cuatrojos, me llamaban los menos creativos, a los siete años me hacía infeliz la idea de no pasar desapercibido con ese artefacto tan poco usual sostenido en mis orejas.
Aprendí mucho de Alindor, era un maestro verdadero, con cartapacio y cabello engominado, pulcro vestir y correcto hablar, si alguna vez tuve un ídolo a esa edad fue él. Me enseñó a moldear la arcilla y los días venideros de mi vida, que España es un país de Europa y que el pan compartido era más dulce que la miel. Me leyó cuentos y me hizo aprender poesías que me hacían sentir menos triste cuando pensaba en los Carmona, aquellos compañeros míos que eran lustrabotas.
El tiempo se encargó de alejarme de aquel buen hombre y entonces conocí a otro maestro, Tobías, un músico eximio que inventaba canciones y nos llevaba a la radio a por lo menos la mitad del salón, no éramos buenos para el canto pero a él no le importaba y nos mentía con una sonrisa. Tocaba acordeón y también la guitarra, cualquier instrumento entre sus manos era un canto de sirenas que atraía a multitudes. Cuando llegaba a clase se ponía siempre un blanco guardapolvo. Su alma de artista le hacia inventar canciones brillantez y hasta había grabado discos de vinilo que lucía orgulloso y feliz.
Ambos maestros al entrar al salón hacían gestos de cortesía a los saludos que recibían, ambos siempre limpiaban la silla y el pupitre con blancos pañuelos antes de empezar la clase. Sus sesiones de aprendizaje eran cátedras de la vida y de las ciencias. Predicaban y cumplían sus prédicas a cabalidad. Eran gente honesta y bondadosa, aquellos que enseñaban a ceder la vereda y a colocar la silla para que se siente una dama, aquellos que me hicieron aprender que el verdadero valor de los hombres está en su interior y no en el brillo de fuera.
Y como todos también, luchadores incansables, como todos defendían sus derechos dignamente, con hidalguía y entereza, con tenacidad y con respeto. En alguna huelga los vi años después reclamando con decencia, caminando por la calle y aplaudiendo con dignidad. No los imagino nunca protagonizando escándalos públicos, quemando llantas ni lanzando piedras.
Esa ola gigantesca que es el tiempo, se encargó de varar mis días a otras playas, de arrastrar mi vida lejos de esa isla feliz que fueron sus sabias enseñanzas. Esos maestros increíbles también fueron arrastrados por el tiempo inclemente a retiros esperados. Dejaron de escribir sus días con tizas polvorientas y empezaron a borrar sus días con almohadillas de tristeza. Había que dejar el lugar para otros y ellos lo sabían bien.
Después de ellos una generación distinta llegó, una generación de profesores forjados en climas violentos, entre gases lacrimógenos y smock de llantas de caucho, entre insultos y pedradas destruyendo ventanales públicos y privados. Una generación incapaz de predicar con el ejemplo, una generación absurda con la que se pretende que un alumno lea doce libros al año cuando los educadores no leen dos al año, otros ni siquiera uno… Salvo las excepciones que se volvieron una especie rara, en extinción, una especie cada vez más difícil de encontrar en este mundo cada día menos piadoso y más vacío.