Tenía nueve años cuando nos mudamos a la casa nueva, una construcción moderna que mi padre había hecho junto a la flamante urbanización José Sabogal, más conocida como Fonavi I. La casa era enorme, sus amplios jardines cobijaban a las primeras rosas que mi padre cultivaba con ternura, las plantas frutales, años después, se proyectarían como enormes árboles de frondosa sombra y dulces frutos hogareños.
La urbanización vecina era entonces, un conjunto habitacional uniforme y simétrico que el presidente Belaunde en aquel tiempo había ordenado construir, las casas en largas hileras delataban minuciosidad en su arquitectura, sus ventanas y puertas iguales parecían las piezas de un dominó en perfecto orden. Aquellos días las residencias se encontraban aún deshabitadas, los pasajes sin nombres, los jardines sin flores, las casas sin los hombres que después las habitarían días y noches, eneros y diciembres, primaveras e inviernos.
Fue en ese tiempo que mi madre nos compró una bicicleta Monark de paseo, muy alta para mi edad, muy real para mis sueños. En ella sufrí aparatosas caídas intentando aprender a conducirla, las largas calles de Fonavi parecían los pabellones de un cementerio, por su armonía y su silencio, hasta el eco se había apoderado de aquellos pasajes misteriosos.
Cierto día un éxodo de habitantes llegó hasta aquellas viviendas uniformes, entonces las puertas se abrieron y los silenciosos pasajes se convirtieron en lugares bullangueros y desalineados, las paredes cambiaron de color, en algunos jardines empezaron a florecer geranios y siemprevivas, malvas y cucardas, buganvillas y cipreses. Con ellas llegaron las aves y las abejas, las hormigas y los roedores, muchos mundos quedaron instalados a la vez en aquellos azules días. También se instaló el ruido de algunos de los pocos autos que en ese tiempo existían en la ciudad y un comité de colectivos decrépitos que cumplían una lenta labor de transporte. Pero una especie de seres muy específicos también se instalaron entre esa multitud, una especie de miradas limpias y cabellos largos, de faldas cuadriculadas. Con ella se instaló Gaby, con su falda escocesa, su blusa blanca y una boina roja delirante.
Para suerte mía, esa niña se instaló en la casa contigua a espaldas de la mía, mejor aún, era la hija de unos amigos de mi padre, lo que conllevaba a frecuentes visitas a mi casa o a la suya. Mientras nuestros padres conversaban reunidos en amenas tertulias, nosotros descubrimos que a veces en los corazones también habían cosas inciertas que no podíamos definir, por eso nos mirábamos largamente como intentando hablar en un lenguaje desconocido y nuevo. Una noche en que la tarde se consumió entre diálogos paternos y la noche invadió lentamente las ventanas de su casa, ella como coronando ese día de juegos cándidos y nimios me regaló lo que por mucho tiempo fuera mi más preciado tesoro: “Un prendedor de latón del Llanero Solitario”.
Pocas cosas a esa edad se atesoran tanto como un icono de amistad pura y transparente. Los años pasaron y el tiempo y la vida fueron desdibujando esa edad y dibujando otras en nuestros rostros y en nuestras almas. Así como un día la vida nos instala en rincones y situaciones insospechadas, también suele llevarnos al compás del trajín de los días y de los años. El juguete de lata se extravió en alguna mudanza de las que se consumaron en los últimos días de mi infancia. No volví a saber de Gaby por largos años hasta aquella mañana en que encontré su nombre en el periódico. Un aviso matrimonial que anunciaba además de una boda, que aquel juguete de lata y la mirada de Gaby se habían quedado archivadas para siempre en el álbum de mis prendas más amadas.