Lo llamaban rojo porque le gustaba escribir versos que hablaban de paz y a veces escribía versos verdes que hablaban de árboles y valles, de ríos ensuciados por la codicia y de las especies que desaparecían cada día.
Lo llamaban rojo porque había estudiado Filosofía y porque nunca la aprendió del todo y detestaba a Fidel y a Marx, a Mao y las secuelas de sumidero como Humala, Chavez o Evo. Porque andaba por el mundo llamando a las cosas por su nombre y enamorándose de cada chica que veía en su ventana.
A él no le gustaba discutir de política, porque creía que era perder el tiempo inútilmente, por eso prefería hablar de los poemas de Vallejo o de Neruda, de Darío o Allan Poe, Cardenal o Buesa. Tampoco le gustaba el llanto de los niños de la calle, porque en cada uno de ellos veía una flor que se marchitaba.
En alguna ocasión se peleó con un gendarme corrupto, y muchas veces lloró cuando no podía remediar las penas de la gente que él amaba. Por eso lo llamaban rojo, pero él veía a todas las cosas azules, al mundo, al patio, a los versos que escribía.
Lo llamaban rojo pero él había vivido en edificios, había viajado por otros lugares del mundo, y había escrito versos en la memoria de las calles de Miami, de Orlando, y La Florida, y se leían en España, México, Argentina y otras partes del mundo. Tenía pasaporte y le servía para trascender por las montañas donde habitó de niño cuando su padre era un minero solitario.
Pero un día los amarillos, los que no alcanzaban a mirar más allá de su minúsculo tamaño, los desterrados por el tiempo y la vergüenza, los que no pudieron publicar un solo verso en ninguna parte, los que no pudieron pintar ningún patio de azul porque no tenían patio, los que no podían soñar porque no tenían imaginación, los que no podían amar porque no tenían amor. Dijeron que era rojo.
Entonces cuando lo vieron acompañado de un amigo en algún lugar le dijeron marica, y si estuvo acompañado de una mujer le decían jugador y si estaba acompañado de su amada era saco largo y si estaba solo en alguna parte simplemente era el tipo silencioso y rojo. Pero él caminaba ignorando los susurros y seguía siendo el amante fiel de su silencio.
A veces escribía en servilletas de papel palabras de amor a alguna mujer mientras tomaba un café y otras veces escribía palabras de amor sobre las hojas caídas de la tarde.
Lo llamaban rojo porque querían que lo fuera y lo comparaban con un semáforo detenido o un tomate cultivado, con los naipes de diamantes y corazones y también con la sangre de los plebeyos, con Mao y esa gente. Lo llamaban rojo, pero él tenía un corazón y una hija que eran azules.
Lo llamaban rojo, pero cada vez que leían un verso que él había escrito solo encontraban el azul de la tinta y de su pensamiento, del cielo, del mar y de la inmensidad de los días que se suceden uno tras otros hasta develar la verdad que viene con el tiempo y con las horas.