Hace unos días, Rosa, mi amiga, me pidió acompañarla a un velorio, un hecho fortuito que se había llevado de este mundo a un hombre bueno. Un accidente que derriba cualquier alegría y cualquier mañana.
Nos encontramos en el periódico. Se unieron a nosotros dos amigos más. Tomamos un taxi, el taxi cruzó la ciudad entre ruidos y gritos, por avenidas heridas y rotas, por esa ciudad que ha envejecido prematuramente y que está llena de arrugas y lamentos. Antes de llegar al lugar paramos en una florería. El lugar es inmenso y está junto al cementerio. Al entrar en él se aspira ese aroma solemne que tienen las flores, un olor a vida, un olor a muerte, perfume a Día de todos los santos, a Día de los difuntos. Todas las flores juntas no despiden un aroma muy sublime; debe ser también porque algunas han empezado a marchitarse.
Una mujer de baja estatura se acerca y nos pregunta: qué buscamos. Unas flores, le decimos, flores para un velorio, unas rosas. Nos ofrece unas rosas muy lindas, pero también hay arreglos ya listos y además son apropiados para cualquier ocasión, nos asegura. Una flor en la vida o en la muerte, siempre será un gesto de amor y la vendedora lo sabe y las rosas también y Rosa, mi amiga, la directora, quien ha empezado a impacientarse por la espera y por estar en una casa contigua al cementerio. Mientras tanto la mujer que nos atendió prepara el arreglo con flores frescas. Revisamos unos álbumes llenos de fotografías mientras esperamos. Flores en un nacimiento, en un bautizo, en una comunión, en un matrimonio, en un velorio, en un entierro… Las flores van bien en cualquier ocasión. Luego de unos minutos aparece la mujer con el arreglo en sus brazos. Es hermoso. Le rocía un poco de agua fresca y nos lo entrega. Al salir compramos unas velas y empezamos a caminar.
La casa está frente a nosotros, un foco encendido anuncia el duelo. Unas personas en la puerta con infinita tristeza nos saludan y un pasadizo nos devora lentamente como una garganta gigantesca hacia la pena. Al entrar a la estancia donde se encuentra el féretro y el velatorio se percibe un ambiente de angustia. El ataúd tendido sobre un soporte metálico, descansa encima de una alfombra azul con una tenue capilla ardiente. Los deudos acongojados nos miran. Al vernos la pena se agita y sollozan. Nosotros los abrazamos con afecto, nos sentamos en un viejo sillón. Rosa instala el arreglo floral junto a otros tantos que hay ahí. Susan enciende las velas, un velorio sin velas es un mar sin agua. Desde lejos se oyen los gritos de familiares que acaba de llegar de ciudades distantes, maletas que se arrastran, lágrimas que humedecen la mañana. Mañana vestida de negro, de luto. Preguntas flotando en el aire cada vez más caliente por el calor de las velas, por el calor de tanta gente triste, por el calor del llanto, del laberinto de preguntas sin respuestas y de ponerse a pensar que hoy pudimos ser nosotros, que mañana seremos nosotros. Las flores han empezado a marchitarse sin saberlo. De los ojos de Rosa se ha despeñado el llanto hacia sus manos, a su silencio infinito, a sus metáforas y símiles de vida y muerte. El timbre de un celular nos regresa a este mundo a todos de nuevo. Una lisura flota en el vacío y el artefacto es conectado al silencio al igual que a ese hombre que yace en la sala. Pero el celular se volverá a encender más tarde. La vida cuando se apaga nunca más se enciende. La vida se va y no vuelve, ya no regresa.
Mañana seremos nosotros a quien le lleven flores y velas. Mañana seremos por quien alguien eleve una oración al tiempo, al silencio y a esa vida que solo entonces podremos saber si de verdad existe.