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martes, diciembre 19, 2006

Los escritos del oidor




La semana pasada se presentó en nuestra ciudad “Los escritos del oidor” de William Guillén Padilla. Aquí algunos de los ciento cuarenta y cinco relatos que ocurren en dos pueblos “Torón” y “Paitao”


Sara—Sara es mi corazón andante: faro, montaña, estrella, camino. Sara es mi alma en paz conmigo. Sara es Sara: amanecer, puente, puerta. Eso ni el comienzo es, pues Sara es Sara: mi hija pequeñita que rompe en llanto sobre mis brazos cuando le digo que su papá falleció en la guerra... ¡Oh, padre, déme una penitencia para ser perdonada por semejante mentira!—¿Tienes algo más que decir en esta confesión, hija mía?—Sí, padre, realmente por lo que vine: Sara es... hija suya.El confesor mira sin asombro a Patricia, quien presurosa se incorpora y atraviesa el templo para alcanzar la calle donde la espera Sara.«Esto será un secreto más para sufrir», piensa el viejo cura, buscando en su prodigiosa memoria los detalles de su primer cumpleaños en su nueva parroquia: los ocho botellones de vino añejo, la alegría de su corazón y la única vez que incumplió sus votos de castidad. Inmediatamente imagina la carta que escribirá a su obispo, explicando el porqué de su renuncia.Patricia, por su parte, abraza a Sara, suspira y siente un gran alivio: el Día de los Inocentes ha tenido un buen comienzo.


El humano error de Andrés
Andrés empezaba a cortar, cada seis de la mañana, las porciones de alfalfa que con agrado cultivaba. Hoz en mano pasaba saludándonos. Le acompañábamos, generosos, hasta donde empezaba su granja. Paso a paso repasaba su propiedad; en sus ojos habitaba un hermoso jardín que jamás dejó de producir. Daba gusto verlo sonreír al contestar el saludo de retorno. «Buenas tardes, don Andrés», le decían. Y él, siempre gentil, sólo hacía una venia. Así pasaron muchos meses antes de enterarnos que fue él el hombre que envenenó la carne con que murieron nuestros padres.Nunca lo supo, pero fuimos nosotros, los pastores alemán y los dóberman, quienes aullamos toda la noche cuando su cuerpo inerte nuestro dueño por el pueblo arrastraba.
Un solo error había cometido Andrés: incendiar las chacras vecinas para ausentar a las ratas de las cuales nuestro dueño y nosotros nos alimentábamos.


La esperada muerte del gran amigo
Bizcocho era travieso y —excepción en su especie— no cazaba ratones. Bizcocho era cariñoso y dormilón; burla de ratas y cucarachas. Bizcocho era así, qué se le iba a hacer.
Tenía el color —nadie habría podido contradecirnos— de un verdadero bizcocho; por eso hoy el abuelo lo ha confundido: dormido en la panera lo ha partido en dos. Él no deja de lamentar su buena manera de comer bizcochos y panes: con la gran bayoneta de oficial jubilado.
En todo este drama nadie más preocupado que nosotros, los ratones que nacimos en la cama de Bizcocho, el enorme y amable gato que hoy ha muerto.

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