Trabajo en una empresa en la que debo tratar con muchas personas cada día, generalmente debo comunicarme con varias provincias diariamente por teléfono. Una provincia en especial me traía serios problemas hacía tiempo. Su demora retrazaba mi trabajo y me veía en la necesidad de realizar constantes llamadas.
Cierto día la conversación se convirtió en una iracunda discusión telefónica. Cuando uno habla por teléfono sin conocer el rostro de su interlocutor se imagina un rostro según el timbre de voz. En este caso, dada la gravedad de su voz, yo imaginaba un robusto hombre de regular estatura, unos cincuenta años y un rostro por demás feroz y cruel. El interlocutor me presionaba sobremanera, siempre usaba ardides para desequilibrarme emocionalmente y debo reconocer que tenía una rapidez para hablar sazonando con lisuras sus elocuentes expresiones.
Yo me refería a él con el término de señor, él se refería a mí con un aire casi paternal. Jaimito me decía mientras gritaba y suavizaba la voz según las expresiones que emitía. Por la furia de su voz y el poder de su garganta me imaginaba un gladiador furioso a quién por suerte no tenía frente a mí sino a cientos de kilómetros.
Cuando llegaba al trabajo y me decían que me anduvo llamando sentía un malestar irreparable, sabía que una nueva discusión me aguardaba, con el transcurso de las horas sonaba el teléfono y era el hombre furioso nuevamente, gritando, vociferando, chillando, aullando, gruñendo, increpando. Así pasaron largos días de esas peleas telefónicas en las que confieso me sentía a buen recaudo pues más allá de los gritos no podía tocarme, estaba total y absolutamente fuera de su cretino alcance.
Cierta mañana me comunicaron que todos los empleados de provincias vendrían por una reunión de trabajo, ese momento supe que al día siguiente conocería al temible Hércules con quien tantas veces discutí.
Cuando llegó la mañana, llegué hasta la oficina, una gran cantidad de rostros nuevos estaban desperdigados por los diferentes ambientes y oficinas. Altos, bajos, blancos, morenos, robustos y delgados. Pero nadie con un aspecto temible ni hercúleo. De inmediato pregunté por aquel temible ser que hablaba tan rápido como una metralleta y que transmitía su furia como por fax. Me dijeron que se encontraba en el segundo piso, así que esperé pacientemente.
Luego de unos minutos apareció él, vestía un polo color anaranjado y una cana cabellera. Definitivamente no tenía cincuenta años, tampoco era un gladiador poderoso ni siquiera un fortachón mediano, era más bien un hombre bajito con la cara avispada, de ojos vivaces y de muy corta estatura.
Lo examiné por unos instantes, era un hombre de aquellos que demuestran seguridad y que denotan astucia. No era el león ni la fiera que gruñía por el hilo telefónico.
Me acerqué, me presenté. Ambos estábamos sorprendidos. Él porque esperaba encontrar a un Jaimito, yo porque esperaba encontrar a Mike Tyson. Luego de un largo día nos dimos un abrazo, hablamos mucho y nos pedimos disculpas, porque más allá de las apariencias está la verdadera esencia y al final es lo que queda, la esencia del alma más allá de cualquier diferencia.